Seguir la fiesta en casa, por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Seguir la fiesta en casa, por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

Para el hincha peruano, vivir la primera fase del Mundial en la propia Rusia suponía seguir una rutina que iba ganando en voltaje. Levantarse hacia el mediodía, consultar el fixture, salir del hotel o alojamiento vestido de verano, tomar el metro, buscar refugio en cualquier bar céntrico con pantalla grande desde las tres de la tarde e instalarse allí, rodeado de fanáticos de distintos países, para ver los partidos de la jornada, uno tras otro, en función continuada hasta las nueve de la noche. No importaba si el audio del televisor era ininteligible: el idioma del fútbol es universal. Tampoco si la carta de comida era indescifrable; un poco de inglés y lenguaje corporal bastaban para solicitarle al mozo más rudimentario los productos de primera necesidad: cervezas y papas fritas.  

Al cabo del último pitazo final, finiquitada la encerrona, después de haber brindado por cada gol ajeno como si fuera propio, el hincha peruano salía macerado a las plazas aledañas a celebrar sin importar mucho quién había ganado y quién perdido, y hasta participaba, políglota repentino, en debates callejeros de los que a la mañana siguiente no recordaba nada. Al momento de irse a descansar, la luz de las tres de la madrugada se empeñaba en despertarlo. Unas horas más tarde, ni bien esfumada la resaca, el ciclo volvía a repetirse. Todos los días eran sábado y todos los sábados había fiesta.  

Ya de vuelta en Perú, la cosa cambia. El huso horario sudamericano y las responsabilidades cotidianas obligan al hincha mundialista a un ritual diurno más reposado, donde se imponen la flojera matutina, el frío invernal, los bocinazos de la calle, la eventual garúa, el ruido de la oficina. El primer partido, a las 9 a.m., se tiene que ver entre la ducha y el jugo de naranja. Recién con el segundo partido, justo para el almuerzo, el hincha se permite una cervecita. Sin los excesos del carnaval ruso esperándolo allá afuera, sin amigos extranjeros por conocer, experiencias delirantes por vivir, estadios modernos que recorrer ni atardecer sobre el Kremlin que divisar, el hincha ahora se dedica a participar de fallidas apuestas en línea, a enviar memes por WhatsApp, a celebrar en redes sociales la última ocurrencia del ‘Checho’ Ibarra, y a convertir en gol el penal de Cueva. Parece otro Mundial pero es el mismo. Allá, durante el viaje, en Saransk, Moscú o Ekaterimburgo, los televisores solo emitían imágenes de fútbol, o al menos el hincha se concentraba solo en esas imágenes. Ahora, maldición, le toca padecer la impertinencia de la realidad, y entonces vuelve a aspirar la miseria de la que se creía a salvo cuando se tomaba fotos en las afueras de la catedral de San Basilio, y recuerda súbitamente que en su país los asaltos cunden, las mujeres son quemadas, los jueces están pintados y los congresistas –con el perdón de los cojudos– proponen cojudeces: si no es el Día de la Aceituna, es el impedimento a que los adolescentes salgan a la calle.  

Concentrado en el fútbol, el hincha peruano descubre que ahora tiene tiempo de sobra hasta para pensar seriamente si está o no de acuerdo con el VAR. Allá en Rusia, en esas tardes y noches que recuerda con alegre nostalgia, a nadie le interesaba discutir cuán beneficioso o no resulta el uso de la tecnología. Recién en su ciudad, el hincha repara en que ha dejado atrás sus viejas posturas románticas: ahora le importa un pito aquello de que ‘el fútbol es injusto como la vida’ y está a favor de que el videoarbitraje le permita a los jueces fallar mejor.  

A lo lejos, el Mundial pierde en intensidad pero gana en raciocinio. Lo disfrutas, pero también lo dimensionas. Si en Rusia daba la impresión de que el mundo giraba exclusivamente en torno al fútbol y que no había en el planeta nada más trascendental, al volver a tu lugar te das cuenta de que el fútbol, siendo emotivo, maravilloso, unificador, siempre será eso que decía Menotti o Valdano o Arrigo Sacchi: “Es lo más importante de las cosas menos importantes”.

Esta columna fue publicada el 07 de julio del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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