"La última rebelde", por Renato Cisneros.
"La última rebelde", por Renato Cisneros.
Renato Cisneros

Carola era mi única tía del lado paterno. Era la tercera en un elenco de siete hermanos, aunque según ella ninguno cumplía objetivamente ese rol. “El mayor se comporta como mi padre; el segundo, como mi esposo; el cuarto, como mi amante; el quinto, como mi amigo; el sexto, como mi cómplice; y el séptimo, como mi hijo, así que no tengo hermanos”, simulaba quejarse.

Pese a haber crecido en los años 30, en un ambiente familiar masculino dominado por la presencia de ese poeta-periodista-diplomático moralmente conservador que fue mi abuelo Cisneros, Carola nunca se ciñó al modelo que la época tenía reservado para las mujeres. Tanto en Buenos Aires, donde nació, como en Lima, adonde llegó a vivir con poco más de 18 años, siempre se rebeló ante las convenciones sociales. Varios hitos de su biografía así lo demuestran: apenas pudo se cambió el nombre con el que fue bautizada (Luisa Fernanda) por uno que le gustaba más (Elia Carola); se decepcionó tempranamente de la iglesia y abdicó del catolicismo para experimentar con otras religiones; desechó las propuestas matrimoniales de distintos caballeros de ‘buen nombre’ y se escapó primero y se casó después con un poeta varios años mayor que ella, crispando los nervios de la parentela; renunció a tener hijos y a desempeñar el papel secundario de ama de casa; cultivó, entre otras artes impopulares de su tiempo, la psicología y el espiritismo, pues estaba convencida de que la vida es solo un tránsito hacia una dimensión más pura; y, por último, por si fuera poco, fue la única dentro de una familia de orgullosos patriotas que hizo su vida adulta lejos del Perú. Se mudó a Cuernavaca, México, y allí vivió por décadas hasta que un día, viuda, cansada, decidió retornar.

La conocí en los 80, en una de sus visitas anuales a Lima y me quedé fascinado con esa señora tan digna y animada que decía ser mi tía, que usaba unos exóticos vestidos bordados de colores, llevaba una resplandeciente cabellera canosa y hacía de los almuerzos familiares jornadas inolvidables. Primero bailaba uno o dos tangos con mi padre, luego se sentaba a contar historias de difuntos o anécdotas que nunca sabíamos si eran reales o inventadas, y después se ponía otra vez de pie para cantar En un bosque de la China, un foxtrot que se hizo famoso en la Argentina en los años 40 y que el régimen del general Perón censuró por ser demasiado ‘obsceno’, y cuya letra original palidecía al lado de la versión escatológica que mi tía Carola compuso una tarde y que los sobrinos memorizaríamos para siempre. En esas reuniones, en la casa de mis abuelos que también era mi casa, solía dejar para el final uno de sus números estelares: la declamación de un divertido poema intitulado “El ojo de cristal”, que narraba en rima la tragedia de un hombre tuerto y descuidado que una noche se tragó su ojo de vidrio (el cual “ya sea por seguir la vía/ o por justa simpatía/ o natural antojo/ fue a dar al fin a cierta parte/ donde se ajustó con tanto arte/ como se adapta la pupila al ojo”).

El viernes pasado, mientras me alistaba para ir a una reunión aquí en Madrid, recibí un telefonazo desde Lima. Carola acababa de fallecer. Una semana atrás había podido verla en la Feria del Libro y darle un abrazo que, no lo sabía en ese momento, era un símbolo de despedida. Es verdad, tenía 93 años y estaba viejecita y se transportaba en silla de ruedas, pero aún se desprendía de ella esa energía o fuerza que tantos años atrás la había convertido en una mujer magnética, distinta, llena de sabiduría, adelantada.

Y aunque en estos casos el sentido común ordena celebrar la longevidad y la existencia antes que lamentar la muerte, duele saber que en ese primer piso de Barranco, en medio de la calle María Luisa, Carola ya no estará más, y que el mundo luminoso que construyó con palabras, miradas y silencios ha empezado, poco a poco, a desaparecer. 

Esta columna fue publicada el 19 de julio del 2017 en la revista Somos.

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