Generación Post:nueva narrativa peruana según Fernando Ampuero
Generación Post:nueva narrativa peruana según Fernando Ampuero
Fernando Ampuero

Las redes sociales y el periodismo democrático se han apropiado del vocablo “post”, hasta hace poco solo un prefijo de origen latino alusivo a una idea o hecho posterior, pero cuya más reciente acepción concierne a textos en redes, foros y bitácoras de Internet. Escribimos un post movidos por simpatías o antipatías y, en el mejor de los casos, para compartir información o dar rienda suelta a una espontánea honestidad. Utilizo aquí dicho vocablo para designar a un grupo de jóvenes novelistas y cuentistas peruanos que, en la segunda década del siglo XXI, constituyen la más sorpresiva explosión de talento. Ellos, con sus publicaciones, traen una brisa refrescante que no se veía desde hace buen tiempo. La nueva narrativa peruana ofrece obras para todos los gustos, algunas ligadas a nuestra tradición literaria, otras no. 
     ¿Por qué “Generación Post”? Porque se trata de autores que orbitan en Facebook. Personajes que prácticamente habitan en las redes, no importa si su lugar de residencia es el Perú o el extranjero. En ambos casos los sentimos cerca, debido a que viven expuestos e intercomunicados y, por consiguiente, los vemos a diario, sabemos qué piensan, qué leen y por dónde se mueven; conocemos a sus amigos, sus novias, esposas e hijos; nos enteramos adónde fueron de vacaciones o qué asuntos los conmueven o los indigestan; leemos los ensayos y artículos que nos recomiendan; somos testigos de sus malhumores, sus alegrías y su natural —y pregonado— narcisismo literario. Sabemos de sus afectos y de sus odios. 
     Estos autores abrevan más que nunca en tradiciones universales diversas, sin que esto melle su identidad. Son escritores que no forman grupo y, aunque algunos estén unidos por lazos amicales, cada uno es independiente y escribe a su aire; son jóvenes que rondan los cuarenta años (tal edad es la juventud de un novelista, salvo asombrosas excepciones, como la que encarnó en su momento Mario Vargas Llosa); son prosistas más conservadores que experimentales y, al parecer, aun cuando revelan posiciones progresistas, desdeñan los mandatos ideológicos; son rebeldes, pero de hábitos sanos (antes que drogadictos y desaforados como en otros tiempos, optan por la bohemia hipster, menos pintoresca pero más productiva); son ciudadanos que coquetean con lo políticamente incorrecto, sin exageraciones; son escritores más profesionales: muchos se formaron en talleres literarios (e incluso los dictan); son hijos del mundo globalizado: desde jóvenes vivieron la revolución digital sin sufrir los trastornos de aquellos que les precedieron; son hijos del toque de queda, los apagones y los coches bomba, el telón de fondo de su infancia; son creadores, en muchos casos, de novelas de aprendizaje y autoficción (también llamadas autobiográficas y autorreferenciales, vecinas de la memoria y el diario íntimo). 
     El matiz que marca la diferencia con escritores de las generaciones anteriores es que no dan indicios de ánimo parricida. O no les interesa, o quizá sean relajados a ese respecto y, dado que buena parte de ellos opta por el realismo —que es la corriente que durante décadas nos ha identificado—, se limitan a aprovechar un legado común. Ellos, los narradores del siglo XXI, han aparecido en un contexto diverso y proliferante de obras de género (novela histórica, negra, de la violencia política, intimista, existencial, fantástica), todavía en trámite de superar las resacas del realismo sucio, el vitalismo y el minimalismo dominantes en las décadas de los ochenta y noventa. Y, por lo demás, todos tienen dos puntos en común que parecen definirlos: hacen narrativa urbana y son contadores de historias, no virtuosos de la pirotecnia verbal, que poco o nada les atrae. 
     En cuanto a sus obras, sin novedad en el frente. Son autores que asumen el lenguaje y los aportes de técnicas narrativas probadas por prestigiosos innovadores del siglo XX; vale decir, manejan con soltura el monólogo interior (o el fluir de la conciencia), la narración coral o polifónica, el uso de diversas personas gramaticales, los saltos temporales y espaciales, pero todo ello al servicio de la emoción, de la densidad literaria que no empantana la lectura, del anhelo por hacer latir el corazón del lector; y cuidan, desde luego, la tensión dramática, el ritmo narrativo, el diseño de personajes, los juegos de correspondencias.  
     Después de James Joyce, de John Dos Pasos, de Ernest Hemingway, de William Faulkner o de Mario Vargas Llosa, por citar a autores que establecieron una forma contemporánea de narrar, ¿qué otras herramientas se necesitan? Ningún creador, desde luego, ninguneará al escritor experimental si brinda novedades. Pero yo diría que, después de los innovadores mencionados, nada ha cambiado en lo esencial de la novela. Ir más allá nos llevaría a la abstracción que, como se ve en las artes plásticas, ofrece efectos sensoriales, pero equivale a una suerte de grado cero. Tras los fiascos que quisieron vendernos las obras del nouveau roman y los charlatanes metaliterarios, el género de la novela, a estas alturas, no necesita arreglo. Tal como está mantiene vigor y efervescencia. 

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Llego al tramo difícil de esta nota que solo aspira a ser un informe del tiempo. Llego a los párrafos en que debo dar nombres. ¿Es apresurado hablar de autores en formación, o bien de autores de un solo libro, pero que aun así nos parezcan lo suficientemente sólidos? Nuestra tradición literaria reporta la gloria de autores de un puñado de cuentos o poemas: pesa más el cuento o la novela lograda que un amplio conjunto de obras. Y en esta ocasión, sin duda, tenemos buenos textos, aunque todavía no nos sea posible predecir cuáles seguirán vigentes o formarán parte del canon. 
     Entre los nombres esenciales de la Generación Post figuran, a mi entender, varios autores recientes: los novelistas Jeremías Gamboa (Contarlo todo), Renato Cisneros (La distancia que nos separa), Juan Manuel Robles (Nuevos juguetes de la Guerra Fría), Francisco Ángeles (Austin, Texas), Diego Trelles Paz (Bioy), Claudia Salazar Jiménez (La sangre de la aurora), Santiago Roncagliolo (La pena máxima) y Daniel Alarcón (De noche andamos en círculos); así también, los narradores —cuentistas y novelistas— Carlos Yushimito, Johann Page, Dante Trujillo, Sergio Galarza, Luis Arriola, Ramón Bueno Tizón, Susanne Noltenius, Marco García Falcón, Julie de Trazegnies (†), Ezio Neyra, Alejandro Neyra, Pedro José Llosa, Víctor Ruiz Velazco, Miguel Ángel Torres Vitolas, Alexis Iparraguirre, Katya Adaui, Jack Martínez, María José Caro León-Velarde, Raúl Tola, Leonardo Aguirre, Gabriel Ruiz Ortega, Ronald Arquiñigo, Pedro Novoa, Daniela Ramírez, Jennifer Thorndike y Yeniva Fernández; los poetas que debutan en prosa, José Carlos Yrigoyen, Jerónimo Pimentel y Victoria Guerrero, así como cronistas de fuste como Marco Avilés, Daniel Titinger y Gabriela Wiener. Todo ellos, desde luego, son apenas una muestra de los que he podido leer. ¿Habrá otros autores ocultos? No tengo la menor idea, pero si los hay ya irán apareciendo y mejorando este aventurado recuento.
     Habría que señalar asimismo que esta Generación Post no vino sola. Fue precedida por autores de cronología cercana, antecesores en la fiebre del post y creadores de obras valiosas: Iván Thays (Un lugar llamado oreja de perro), Gustavo Faverón (El anticuario), César Gutiérrez (Bombardero), Ulises Gutiérrez (Ojos de pez abisal) y Enrique Planas (KimoKawaii), así como por el cronista Julio Villanueva Chang, por citar a escritores menores de 50 años.
     En la nueva narrativa, ni qué decir tiene, saltan a la vista estilos diversos y asuntos heterogéneos. Después del Boom latinoamericano y del boom que constituyó, él solo, Roberto Bolaño y su dadá a la mexicana, nuestros autores apuestan por híbridos de literatura intimista e historicista, o por un subjetivismo exacerbado (“generación del yo”), o por la recreación de un país fracturado, marginal y nihilista, o por un ambiguo posmodernismo, esa literatura que parece suceder en el limbo, no en el Perú. Varios, sin embargo, pisan tierra. Cisneros, Robles y Ángeles son autores que retoman un tema clásico: la figura del padre. Su exploración en la familia (principal núcleo social que nos explica como individuos), su oralidad y su buen oído para los diálogos, revelan universos de enorme intensidad. Cincelan una prosa literaria, pero esta se dinamiza por los modales de la buena crónica periodística. Gamboa y Alarcón son más psicológicos, Trelles Paz y Salazar Jiménez más politizados. 
    La Generación Post, de otro lado, reafirma el lamentable fenómeno del centralismo. A pesar de que vivimos hoy en un mundo globalizado (donde las redes sociales abren muchas puertas), y a pesar del auge de las editoriales independientes y de una clara reactivación de las revistas literarias, la literatura andina está muy de capa caída. No es, pues, una corriente que se ignora. Es simplemente algo que no asoma. Después del nivel obtenido hacia mediados del siglo XX por Enrique López Albújar, Ciro Alegría o José María Arguedas, o por ese estupendo cuentista que fue Eleodoro Vargas Vicuña, no hay en el interior autores visibles de relieve, a excepción de los veteranos Edgardo Rivera Martínez, Óscar Colchado, Luis Nieto Degregori, Luis Fernando Cueto y Julián Pérez Huarancca; o de jóvenes plumas de Cusco (Karina Pacheco), Puno (Christian Reynoso) y Huancayo (Sandro Bossio y el ya mencionado Ulises Gutiérrez). La nueva hornada Post, diría yo, camina tras la estela de Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro y Alfredo Bryce Echenique, escritores urbanos. 
 
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La Generación Post, en fin, es primordialmente limeña, cosmopolita, tiene su público, incluye a peruanos con repercusión internacional y, contradiciendo las críticas virtuales y anónimas que la tachan de ser un invento de las editoras transnacionales, parece inamovible. (Tales críticas señalan que el posicionamiento de estos nuevos famosos es un montaje de marketing, que va en desmedro de otros que merecerían mejor suerte). ¿Son exitosos los autores por estar en manos de transnacionales? Relativamente. Las editoras cuentan con equipos de promoción, es cierto, pero pienso que la cosa va más allá. Son exitosos porque ofrecen calidad. 
      ¿Y son obras que muestran la gran complejidad del Perú? Ese intento de hazaña homérica, que alguna vez llevó el nombre de novela total, luce ya desteñido. Desde hace tres décadas muchos se inclinan por lo fragmentario: textos breves que aspiran a componer un todo. Y sin que ello signifique negar lo primero (que continúa siendo respetable), ni encumbrar lo segundo, la actualidad literaria registra alternativas más hospitalarias, que obtienen su cuota de valor y reconocimiento, tanto en colecciones de cuentos y libros de crónicas como en novelas cortas o de quinientas páginas.
     Hoy pues, más que nunca, somos un país de narradores. En los años veinte, y posteriormente, en los años cincuenta y sesenta, fuimos un país de poetas. Esta no es una verdad absoluta; nada puede serlo, en realidad. Consigno al margen un hecho de interés: la última Feria Internacional del Libro de Lima convocó a medio millón de personas. Me resigno, digamos, a dar una fotografía del momento, o un reporte del tiempo, con la actitud de alguien dispuesto a celebrar lo que hay: ¿los fuegos fatuos?, ¿los fulgores de un verdadero esplendor? Véanlo ustedes. ¡A ponerse a leer, señores!   

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