Heavy Metal: historia y cultura del género musical más pesado
Heavy Metal: historia y cultura del género musical más pesado

Se viene anunciando el . Diecinueve bandas, nueve internacionales (de Estados Unidos, Alemania e Italia) y diez de Lima, Puno, Huancayo o Ayacucho. Un aviso en redes sociales de un festival multitudinario, en el Perú del 2016, solo puede significar una cosa: que en este país el sigue siendo vigoroso y popular. Terrorismo, dictadura, crisis, pobreza, Iglesia, malas radios y una televisión aun peor no han podido menguar una cultura que aquí comenzó un poco más tarde que en las latitudes del norte que la vieron nacer, pero que con precariedad y terquedad se agarró de uñas y dientes para permitirse —citando a Martín Adán— “todo, menos morir”.

La mirada nostálgica puede llevarnos a la época de los fanzines de un solo número, de los casetes de copia que se compraban en la puerta de la Villareal en La Colmena, de los discos originales de la espléndida tienda Mega Discos en Pardo, o de los inicios de bandas locales como los primeros y desaparecidos Óxido (1982), Orgus (1984), M.A.S.A.C.R.E. (1985, y que acaban de lanzar una producción) o Mortem (1988); todos dando sus conciertos en el Centro de Lima o en la Concha Acústica del Campo de Marte o en la de San Miguel, junto a las pocas bandas extranjeras que llegaban por aquel entonces: Torturer de Chile, Masacre de Colombia, Kobalto de Argentina; nombres ciertamente discretos, grupos que editaban  sus discos a duras penas, pero que surgieron en la época de mayor auge del metal: los ochenta.

En el editorial del fanzine limeño Sepulcro, publicado a mediados de esa década, su director se refería al metal como “el servicio musical obligatorio por el que todos tenemos que pasar”. Y es que en algún momento en esos años, millones de muchachos de todo el mundo, de forma superficial o comprometida, se declararon metaleros. Bastaba tener un disco de Quiet Riot (quizá la primera banda de renombre mundial que visitó el Perú, en 1998) o de Venom para ser parte de uno de los movimientos culturales más sólidos y multitudinarios en la historia de la música, un logro bastante notable para algo que se animó desde sus inicios de la trivialidad de un satanismo caricaturesco, o de una imaginería demoniaca más cerca de Halloween que de lo socialmente peligroso.

— Semilla de maldad —

El origen cronológico es difuso, pero se podría decir que el heavy metal —primer subgénero de algo luego conocido simplemente como metal— estuvo predestinado a su naturaleza de apariencia siniestra: nació un viernes 13 de febrero de 1970, cuando se editó el álbum epónimo y debut de los ingleses Black Sabbath, considerada casi por consenso la primera banda de metal de la historia. Por lo demás, las causas de su aparición no quedan muy claras. Se especula que fue un contraataque descarnado al flower power hippie y sus canciones de amor y paz; o que pudo ser una derivación en clave estridente del virtuoso rock progresivo (Jethro Tull, Yes, King Crimson), con una deuda fuerte del blues.

Paralelamente a Black Sabbath, otras bandas contribuyeron a la creación del heavy metal. Led Zeppelin y Deep Purple tenían un aire pesado y también son reconocidas como fundacionales del género. Casi llegando a los ochenta, Judas Priest, Motörhead o Iron Maiden fueron las que terminarían de definir no solo el sonido, sino otros aspectos: el ideario, la indumentaria, la mística. Si hay que definir musicalmente el metal —que luego de cuatro décadas abarca decenas de subgéneros, cada uno con una peculiaridad sonora—, se trata de un género estridente, agresivo y que suele ser interpretado por ejecutantes talentosos.

Como se dijo, los ochenta fueron la era dorada del metal. Desde la marginalidad, a pesar de la desatención inicial de los medios, encontró una manera de abrirse paso; fue asimilado con entusiasmo por la industria y los devotos, pero no tanto por ciertos sectores de la sociedad. Como sostiene el antropólogo canadiense Sammuel Dunn, quien ha realizado tres documentales sobre el tema: “Desde un principio los críticos consideraron el metal como música poco sofisticada para gente poco sofisticada [...] y a pesar de tener millones de fanáticos siempre ha sido estereotipada, menospreciada y condenada”. Es cierto, pero al parecer ni a músicos ni a fans el asunto les preocupa demasiado: el género se rebeló desde el principio contra lo moral y políticamente correcto y, sobre todo, contra los valores conectados con lo religioso.

— No importa lo que digan —

¿Pero hacia dónde apunta la rebeldía de la cultura metal? A nivel ideológico, ¿tiene un mensaje que darle a la sociedad? Sebastian Bach, excantante de Skid Row, lo dijo de manera elocuente en el documental "Looks That Kill": “Sí, el metal tiene un mensaje para la sociedad: ¡Váyanse a la mierda!”. Y es que desde siempre los miembros de la cultura metálica han tenido una actitud desafiante y arrogante que ha buscado atacar toda formalidad y sacralidad social. Carlos Torres Rotondo, escritor, investigador y autor de dos libros sobre el rock y la escena local, sostiene: “Al contrario del punk, por ejemplo, el metal no se caracteriza por una crítica social. En el punk es necesario asumir una posición política o una ideología absolutamente concreta y coherente. La rebeldía del metal es más de máscara, incluso la quema de iglesias es también algo espectacular, circense”.

Hay, sin embargo, —y esto no fue muy bien percibido por la oficialidad ni en la época de auge del metal ni ahora— un background insospechadamente rico detrás del satanismo exagerado o el paganismo que ha distinguido al metal desde sus inicios. Torres Rotondo afirma: “La parafernalia metalera tiene una fortísima genealogía cultural. Para entender el metal lee el “Cantar de los nibelungos”. Hay toda una cuestión con los cantares de gesta, con lo bárbaro, que está en los pelos largos que llevan los metaleros, por ejemplo. Yo creo que la desobediencia del metal viene de cogerse de esas ideas en una sociedad monoteísta y cristiana”. Iron Maiden es un ejemplo claro de lo afirmado. Mencionemos dos de sus composiciones más notables:

“The Rime of the Ancient Mariner”...

y “The Flight of Icarus”.

La primera es la musicalización de un poema del romántico inglés del siglo XVIII Samuel Taylor Coleridge; la segunda versa sobre Ícaro, hijo de Dédalo en la mitología griega, quien murió al volar demasiado cerca del sol con las alas fijadas con cera a su cuerpo.

En el éxito ochentero tuvo mucho que ver, en términos de visibilidad mediática, un subgénero que es comúnmente vilipendiado por los oyentes más extremos: el glam metal. Este mezcló heavy metal con pop y enfatizó la imagen, lo que para bien o para mal acercó el metal a muchos más jóvenes. Bandas como Twisted Sister, Poison, Ratt o Mötley Crüe apostaron paradójicamente por letras de alta carga machista, mezcladas con una apariencia estrambótica a la vez que ‘femenina’. Como lo sostuvo Dee Snider, cantante de Twisted Sister: “Había algo homoerótico en todo eso que algún psiquiatra debería explicar”. Y acá es donde se revela uno de los aspectos más controversiales de la cultura metalera: su abierto machismo y su fuerte carga sexual.

— El ruido como salvación —

W.A.S.P., junto con otras bandas, causó tan genuina preocupación social en Estados Unidos que llevó a que se creara en 1985 la PMRC, un órgano de censura fundado por las esposas de cuatro políticos, que estaban escandalizadas por los mensajes salidos de la música metal. Esto por el repertorio de los californianos, especialmente el tema “Animal (Fuck Like a Beast)”, cuya letra es excesivamente obscena, machista y misógina. Pero no es un caso aislado, canciones de ese tipo abundan en el metal, con sus seguidores y músicos mayoritariamente masculinos.

Cannibal Corpse, grupo estadounidense de death metal y uno de las más polémicos del mundo por la gran agresividad en sus letras y sus portadas, tiene temas con títulos como “Meat Hook Sodomy” o “Addicted to Vaginal Skin”, algo que le ha valido la censura en muchos países y acusaciones de promover la violencia contra la mujer. 

Diana Foronda, cantante y guitarrista del grupo peruano de nü metal Área 7, opina sobre ser mujer en un mundo con demasiada testosterona: “Hostilidad hubo desde el principio. Había chicos que nos apoyaban y otros que nos detestaban, como diciéndonos: ‘¿Ustedes qué hacen acá?’. Sentíamos la presión de tocar mejor que ellos, o tocar más pesado que las bandas de hombres”. Parece un consenso que el metal es una gran tribu urbana creada principalmente por hombres y para hombres.

Sin embargo, salvando la rudeza, es una cultura ya más abierta porque es un hecho que cada vez hay más mujeres en el metal; la confraternidad dentro de la escena achata todas las diferencias y unifica a sus miembros en un sentimiento de pertenencia a algo que trasciende al individuo, que nadie sabe concretar en ideas, pero sí abstraer en la esfera de lo emocional.

En la cultura del metal persiste la idea de “nosotros contra el mundo”, un fenómeno que Robert Walser, musicólogo estadounidense y autor de “Running With the Devil: Power, Gender, and Madness in Heavy Metal Music”, clarificó: “Nadie se mete al heavy metal para sentirse desamparado. Una persona lo hace para sentirse empoderado y conectado con otra gente. Y quizá si escuchas una canción sobre el suicidio (tópico recurrente) te darás cuenta de que no estás solo, no estás desamparado, que otra gente está pasando por lo mismo que tú y no necesitas matarte”. En ese sentido, a pesar de su carácter ocasionalmente siniestro, el metal suele brindar un sentido de pertenencia que permite el auxilio colectivo para la construcción de una individualidad. Chad Gray, cantante de la banda de groove metal Hellyeah, se refirió al tema en una entrevista del 2015: “El heavy metal es el tipo de música que salvó mi vida. Hubo muchas veces en las que estaba deprimido y solo. No encajaba siendo un chiquillo o no entendía por qué. Entonces cuando escuché metal dije: ‘Oh, solo me estaba juntando con la gente equivocada’”.

— El secreto de las artes oscuras —

Hay algo más que ha ayudado a ver el metal como una música peligrosa desde sus inicios: su fijación por lo demoniaco y su oposición a la cristiandad. Esto tiene una explicación básica: lo prohibido vende, y de eso se dieron cuenta los grupos. Una música de ritmos agresivos combinaba bien con una imaginería diabólica, entonces la referencia a Satanás se volvió el gancho perfecto para adolescentes impresionables. Desde luego fue un juego circense del que se valieron bandas tan ajenas a una ideología realmente satanista como Celtic Frost, Slayer o Mötley Crüe, pero algo cambió en los noventa, la década en que surgió una de las facciones más interesantes de la historia metálica y sin duda la más extrema: el black metal noruego.

En una sociedad hipercivilizada como la noruega era impensable que algo tan radical como el terrorismo satanista surgiera, pero así pasó. El 6 de junio de 1992 el templo luterano de Fantoft, una preciosa construcción de madera del siglo XIX en la ciudad de Bergen, fue incendiado por iniciativa de Varg Vikernes, músico del proyecto unipersonal Burzum. Vikernes, junto con músicos de bandas como Darkthrone, Immortal, Mayhem o Emperor, apoyaron o acometieron una serie de quemas de templos cristianos entre 1992 y 1993. El metal, que por años se entretuvo jugando con el diablo, por primera vez estaba demostrando que se tomaba el asunto en serio. El periodista de Boston, Michael Moynihan, hizo un estudio muy bien documentado sobre este fenómeno en su libro de 1998 “Lords of Chaos: The Bloody Rise of the Satanic Metal Underground”, en el que sostiene que existió un círculo de auténticos satanistas en el movimiento noruego, aunque señala que también muchos de los actos de quema de iglesias y profanación de tumbas fueron formas de reivindicación de la religión de Ásatrú y su dios Odín, cultos escandinavos originarios extirpados con la llegada del cristianismo.

El movimiento terrorista de black metal en Noruega, que duró poco más de dos años, fue el primero que proponía, aunque de forma difusa, una base ideológica y filosófica. Heinz Wuttig es un músico peruano de la banda de doom metal Nocturno (aunque ha tocado antes en el proyecto de black metal Nahual), y también un satanista confeso. Para Wuttig, el satanismo como filosofía tiene una conexión con el metal un poco conflictiva. Sostiene: “Yo empecé a escuchar metal a los nueve años. Funcionó como un detonante, pues luego empecé a estudiar aspectos más serios del satanismo. Creo que depende de uno llevar a esto a un nivel más serio, o quedarse solo con lo ‘marketero’. Yo creo que la mayoría de bandas metaleras la han tomado de esta última forma”.

A pesar de que en la actualidad hay bandas que difunden una filosofía satanista (que es un conjunto de ideas que bebe de lecturas de Nietzsche, mezcladas con una visión epicúrea de la existencia, un culto al pensamiento individual y toques de misticismo ocultista), no dejan de ser espectaculares sus puestas en escena, con maquillaje funéreo, brazaletes con púas, sangre artificial y pirotecnia. Esto, sin embargo, no ha generado un arraigo masivo, pues los adherentes al satanismo son una presencia minúscula dentro del metal y el juego con lo demoniaco no deja de ser mayoritariamente una forma divertida —infantil, si se quiere— de rebeldía. Los músicos ideólogos no pueden controlar el consumo que le dé el fan a su música, lo que permite mantener lo que muchos pueden valorar como una sensatez moral dentro del movimiento.

— En la unión resistiremos —

No es fácil definir la mística metalera. Hay un apego a lo underground que se hace patente cuando una banda deja el circuito marginal y es asimilada por el gran público. Metallica, la principal fundadora del subgénero ochentero del thrash metal y sin duda la banda más importante en la historia en términos de impacto cultural global, es emblemática en esto. Legiones la adoraban hasta que llegó al mainstream, de ahí devino el repudio por haberse ‘vendido’ al sistema. Charlie Parra, guitarrista de M.A.S.A.C.R.E. y probablemente el músico de metal más reconocido en nuestro medio, sostiene: “Es el pleito de toda la vida del underground contra el mainstream, pero es extraño porque un metalero puede ver una banda tocar en un bar y decir ‘estos tipos deberían estar tocando en un estadio’, y cuando los ve en un estadio le llega. Es muy loco”.

Con sus altas y bajas, el metal sigue renovando sus cuadros, sacando bandas y discos nuevos con una abundancia que no tiene otro género del rock. Si hay algo que llena de orgullo al metalero es la solvencia musical de sus bandas, pues a diferencia de otros ritmos en el metal es imprescindible ser buen músico y no un aficionado para ejecutarlo. Además, viendo movimientos como el wave o el punk, con los que tuvo diferencias beligerantes en el pasado, la cultura metal es mastodóntica y ha probado existir en países tan improbables como Irán, Arabia Saudí o la India, como lo expuso Sammuel Dunn en su documental de 2007 “Global Metal”, en el que analizó la diseminación asombrosa en el mundo; un asunto de orgullo que se puede resumir en un verso del clásico “Blood Red” de Slayer: “Thousands of people cannot be wrong”, sumum de un movimiento que ha ganado relevancia a pesar del recurrente menosprecio de la sofisticada cultura oficial, o quizá gracias a ella misma.

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