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Roberto Calasso: ganador del Premio Formentor - 1
Jorge Herralde

En el 2003 apareció un bellísimo y voluminoso artefacto con el título “Adelphiana”, que conmemoraba los 50 años de la editorial Adelphi, precedido de un texto de Roberto Calasso, en el que escribe: “el desafío ha consistido en atravesar, paso por paso, una selva de más de dos mil títulos, dejando filtrar el aire del tiempo”. Y añade una nota a pie de página con una información esencial: “Entre todos los vicios no puede decirse que haya una falta de obstinación”. Yo voy a hablar, como colega, de nuestra relación y muy en especial de su trayectoria editorial y de sus reflexiones sobre nuestro oficio, a partir de un libro reciente e indispensable: “La marca del editor”, una condensación de sus muchos saberes y convicciones profesionales.

Nos hallamos ante un caso muy singular, posiblemente único: un gran editor, de largo aliento, que ha desarrollado de forma paralela una amplia, ambiciosa y reconocidísima obra literaria. Adelphi nació en 1963 y Anagrama en 1969. Nos conocimos en los primeros setenta y desde entonces hemos coincidido en innumerables cenas, fiestas o conversaciones en nuestros stands o en súbitos encuentros en los pasillos en Frankfurt. Y también en Barcelona, donde hemos presentado tantos libros suyos, en Turín, Milán, Londres o Guadalajara. Una ininterrumpida relación profesional y amistosa que, con mucha frecuencia, por usar una expresión de Sergio Pitol, ha sido “bendecida por las risas”.

En el texto “Los libros únicos” Calasso relata los primeros años de Adelphi, con Luciano Foà al frente, que tras diez años como secretario general de Einaudi, decidió hacer algo radicalmente distinto, con una regla de oro: “En una editorial, como en un libro, nada es irrelevante, no hay nada que no requiera la máxima atención”. Y Calasso describe a Foà: “Incluso físicamente parecía un escriba egipcio, agazapado con su tableta sobre las piernas, la mirada fija ante sí. Como el escriba, sabía que su fin era el de transmitir con la máxima precisión algo que debe ser recordado, ya se tratase de una lista de víveres o de un texto ritual. Nada más ni nada menos. Solo se interesaba por ir hasta el fondo”.

Y preparando Adelphi estaba también Bobi Bazlen, lector legendario que aspiraba a publicar libros únicos. ¿Y qué es un libro único?: “El ejemplo más elocuente es el primer título de Adelphi: “La otra parte”, de Alfred Kubin. Novela única de un no novelista. Un libro que se lee como en una alucinación poderosa, escrito desde el interior de un delirio que duró tres meses” […] “En definitiva, libro único es aquel en el que rápidamente se reconoce que al autor le ha pasado algo y ese algo ha terminado por depositarse en un escrito”.

A partir de aquí se abre un abanico y, además de sus intereses filosóficos y científicos, de su dedicación a Oriente, la India, y de los rescates centroeuropeos, irrumpen en Adelphi extraordinarios autores de la mejor literatura contemporánea que llevan a la editorial a su mayor esplendor, a su máxima penetración entre los lectores. La lista es larguísima: la explosión Kundera, Sebald, Coetzee, Walcott, Faulkner, Naipaul, Chatwin, Szymborska, Burroughs y, naturalmente, Nabokov.

Mención aparte merecen “i miracoli Calasso”: cómo transformar a Simenon, un escritor de quioscos poco considerado, en un autor literario fundamental y, además, uno de los longsellers más infalibles de la casa. Más miracoli: cuando el filón centroeuropeo parecía definitivamente agotado, rescata a Sándor Márai y también redescubre a Irène Némirovsky. O empieza a publicar a Carrère a partir de “Limónov” con un éxito arrollador, y también a Yasmina Reza con “Felices los felices”.

Pese a mi tenaz insistencia, frecuenta poco, demasiado poco, el ámbito hispano, pero figuran en Adelphi nada menos que las Bibliotecas Borges y Bolaño, repescado este último con 2666 y luego recuperando toda su obra. Calasso comenta en su libro el caso de Gaston Gallimard y cómo una de sus artes mayores era el de repescar autores importantes que la equivocada lectura de algún colaborador había rechazado, como pasó con Marcel Proust.

El escritor y editor Roberto Calasso ganó el Premio Formentor. Jorge Herralde, editor de Anagrama, celebra ambas facetas del italiano. (Foto: Getty Images)

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En el texto “La edición como género literario”, Calasso pone énfasis en el concepto fundamental de la forma. “Claude Lévi-Strauss propuso considerar una de las actividades fundamentales del género humano —la elaboración de mitos— como una forma particular de bricolage. Después de todo, los mitos están constituidos por elementos ya listos, muchos de ellos derivados de otros mitos”. Y sugiere que se considere también el arte de la edición como una forma de bricolaje. “Traten de imaginar una editorial como un único texto formado no solo por la suma de todos los libros que ha publicado, sino también por todos sus otros elementos constitutivos, como las cubiertas, las solapas, la publicidad, la cantidad de ejemplares impresos o vendidos, o las diversas ediciones en las que el mismo texto fue presentado. Imaginen una editorial de esta manera y se encontrarán inmersos en un paisaje muy singular, algo que podrían considerar una obra literaria en sí, perteneciente a un género específico” […] “El primer y único arte de la edición es la forma: la capacidad de dar forma a una pluralidad de libros como si fueran los capítulos de un único libro. Y todo ello teniendo cuidado —un cuidado apasionado y obsesivo— de la apariencia de cada volumen, de la manera en que es presentado. Y finalmente también —y sin duda no es el asunto menos importante— de cómo ese libro puede ser vendido al mayor número de lectores”.

“En el seno de una editorial del tipo que estoy describiendo, un libro equivocado es como un capítulo equivocado de una novela”.

Otras afirmaciones perentorias de Calasso: “Un verdadero editor es, ante todo, el que tiene la insolencia de pretender que, como principio general, ninguno de sus libros se le caiga de las manos al lector, ya sea por tedio o por un invencible sentimiento de extrañeza”.

Y también: “El editor debe encontrar placer en leer los libros que publica”. Subraya la necesaria complicidad entre editores y lectores que “puede crearse solo sobre la base de reiteradas experiencias de no desilusión” […] “Regla mínima: pensar que no desilusionará aquello que no nos ha desilusionado a nosotros mismos”.

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Calasso destaca una paradoja: “Una de las nociones hoy veneradas en cualquier ámbito de la actividad industrial es la de la marca. El programa y el catálogo son la forma misma de la editorial”. Pero “si una editorial no se concibe como forma, es incapaz de segregar ese elemento mágico, esencial, para tener algún éxito en el mercado: la fuerza de la marca”. Y considera que la nueva y poderosa figura del gerente editorial no puede “sino diluir la singularidad de la propia marca” y concluye: “hasta ahora nunca ha sucedido que el nombre de un gerente quede vinculado a algún acontecimiento memorable del mundo de la edición”. Y se ocupa sucintamente del papel de los agentes literarios: “Es obvio que el juicio del agente puede ser más agudo del que, en un tiempo, fue el juicio del editor. Pero el agente no dispone de una forma, ni la crea. Un agente no tiene más que una lista de clientes”. Tema liquidado.

Y a pesar de los funestos pronósticos sobre la edición, y en especial de la edición literaria, Calasso no se rinde: “No querría que se tuviera la impresión de que hoy en día la edición, en el sentido en que he intentado describirla —es decir, la edición en la que el editor se divierte solo si consigue publicar buenos libros—, sea una causa perdida.
Es, simplemente, una causa difícil”.


Milán, mayo de este año. Roberto Calasso en el programa de televisión "Che Tempo Che Fa", presentando su último libro "Il Cacciatore Celeste" (2016). (Foto: Getty Images)

Milán, mayo de este año. Roberto Calasso en el programa de televisión

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En otro libro, “La literatura y los dioses”, aborda el tema de “la literatura absoluta”. Es decir: Literatura “porque se trata de un saber que se declara y se quiere inaccesible por otra vía que no sea la composición literaria; absoluta, porque es un saber que se acomoda a la búsqueda de un absoluto y por tanto no puede referirse a nada que sea más pequeño que el todo”. Según Calasso, para seguir “la historia accidentada y tortuosa de la literatura absoluta”, solo podemos fiarnos de los escritores. Y menciona, entre otros, a Proust, Valéry, Brodsky, Marina Tsvietáieva, Borges, Nabokov, Calvino, Canetti o Kundera. Y afirma que todos “hablan de lo mismo”, aun sin nombrarlo. Y dicha literatura se reconoce, “por una cierta vibración y luminosidad de la frase (o del párrafo, la página, el capítulo, el libro entero)”. “Un nuevo estremecimiento” o “una sacudida estética”. Y para terminar esa suerte de síntesis incompleta de su texto, cito una de sus frases: “Entonces llega Nietzsche y comienza el lenguaje, que no quiere (y no puede) sino fosforecer, brillar, arrebatar, aturdir”.

Para terminar, recordaré mi encuentro inesperado con “La ruina de Kasch” (Roberto llevaba muy en secreto este proyecto), a mediados de los ochenta, un libro que inauguró, sin anunciarlo, esta “obra en marcha” de Calasso, difícil de definir, “helicoidal” apunta el autor en una entrevista, que cuenta ya con ocho volúmenes y que imagino que habrá sido fundamental para la concesión de este premio. Empecé a leerlo en un tren, y solo abrirlo noté un sobresalto: estaba pasando algo.

De entrada, Calasso le da la palabra a Talleyrand, que se convierte en “maestro de ceremonias del libro, el más clarividente y el más detestado, el más moderno y el más arcaico de los políticos”. Y entre otras marcas que efectué en la lectura, se encuentra, a las pocas páginas, este párrafo restallante: “En realidad, existe un gran parecido entre Goethe y Talleyrand, ¡dos almas de príncipes! […] Goethe no poseía, sin embargo, la impertinencia con la que Talleyrand ladeaba la cabeza, ni su ojo fascinante, entornado, la mirada de víbora lánguida, porque esto son cosas espontáneas y naturales que Talleyrand poseía —¡dones de Dios o del diablo!—, mientras que nada es espontáneo y natural en Goethe, ese actor de ópera, siempre delante de un espejo…”. Y así, con este libro de Calasso tuve, imagino, el especial estremecimiento que provoca “la literatura absoluta”.

Gran y merecido premio. Posiblemente el primer peldaño de la frondosa “leyenda Calasso” tuvo su origen en una frase del fundador de la Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno. Después de conocer a un jovencísimo Calasso, Adorno comentó: “Este Roberto no solo ha leído todos los libros que he escrito, sino también los que todavía no he escrito”. Así consta en las crónicas de la edición.

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