[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]

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Seguían vestidas de negro de los pies a la cabeza: los zapatos, las medias, los velos, los abrigos. Tras ellas entró un puñado de vecinas, quizá pensaban que aún no convenía dejarlas solas. Una puso la cafetera al fuego, otra plantó encima de la mesa una lata de galletas; entre murmullos y palabras quedas, se fueron amontonando en la cocina. Sentaron a la madre empujándola por los hombros, ella se dejó hacer. Victoria sacó unas cuantas tazas desparejadas de un armario, Mona se quitó el sombrero que le habían prestado, hundió los dedos entre el pelo y se rascó el cráneo, Luz se apoyó contra el borde de la pila sin parar de llorar

Acababan de despedir al padre, sepultado bajo una mezcla de barro y nieve en el cementerio del Calvario de Queens: allí reposaría Emilio Arenas para los restos, rodeado de huesos de gente que nunca habló su lengua y que jamás sabría que se iba de este mundo en el momento más inoportuno. En realidad, casi todos los momentos suelen ser bastante poco convenientes para morir, pero cuando uno lo hacía a los cincuenta y dos años, separado de su tierra por un océano y dejando atrás a una familia desarraigada, un mediocre negocio recién abierto y unas cuantas deudas por pagar, la situación se tornaba más gris todavía.

Ni su mujer ni ninguna de sus tres hijas habría sido capaz de recomponer de una manera ordenada cómo se sucedieron los hechos desde que uno de los chavales de la calle subió a zancadas los escalones hasta su cuarto piso y les aporreó la puerta con los puños. La noticia había corrido como el fuego: un accidente, repetían las voces. Un suceso lamentable. Descargaban el Marqués de Comillas en los muelles del East River cuando un gancho mal sujeto provocó la caída de una red llena de bultos. Una desgracia, insistían. Un infortunio atroz.

Fatal head trauma, eso era lo que ponía en el informe médico que andaba por ahí, medio arrugado junto a la estufa de kerosén. Ninguna lo había leído. De haberlo intentado, tampoco habrían entendido nada: estaba redactado en un inglés indescifrable, lleno de formalismos y términos clínicos. Región frontoparietal derecha, fractura con salida de masa craneoencefálica, infiltración hemorrágica. Incluso si hubiera estado escrito en su propio idioma, solo habrían sido capaces de captar tres palabras. Mortal de necesidad. Y la madre, ni siquiera eso: no sabía leer.

Desde ese instante, en sus memorias apenas quedó grabada una sucesión de fogonazos sueltos. Ellas lanzándose escaleras abajo detrás del muchacho y corriendo luego arrebatadas hacia La Nacional, donde se recibió el aviso. La gente que las miraba desde las ventanas y las aceras, un vehículo de la autoridad portuaria que frenó a su lado con un chirrido de ruedas, el hombre de uniforme que salió acompañado de un trabajador español y las apremió a subir al auto. Las calles a través de las ventanillas a lo largo del traqueteo hacia el Lower East Side, las fachadas por las que zigzagueaban las escaleras de incendios, los transeúntes que pululaban precipitados y cruzaban sin orden las calzadas. La llegada al muelle 8 de la Trasatlántica, el médico calvo que las recibió en ese cuarto que hacía de enfermería y el movimiento de sus labios bajo un bigote ceniciento teñido de nicotina, las palabras que soltó al aire y ellas no comprendieron. Los hombres de ceño apretado que se plantaron a sus espaldas, el cuerpo cubierto por una sábana sobre la camilla, un cubo metálico que desbordaba gasas llenas de sangre espesa y oscura. La madre desgarrada, las hijas descompuestas. La vuelta a casa sin él.

A partir de ahí, las imágenes se les seguían amontonando aunque ya con una cadencia más lenta: el ataúd en el que lo trajeron al apartamento al cabo de unas horas y que por poco se quedó encajado en los ángulos estrechos de los descansillos, los cirios y los ramos de flores sobre peanas bruñidas, grandes e incongruentes, que llegaron desde la funeraria sin que ninguna de ellas las pidiera. La puerta abierta, gente que entraba y murmuraba pésames con acento gallego, asturiano, caribeño, vasco, italiano, griego, irlandés, andaluz. Hombres que bajaban las miradas con respeto mientras se quitaban las gorras, las boinas o los sombreros; mujeres que las besaban en las mejillas y les apretaban las manos. Más lágrimas, más pañuelos, carraspeos y voces que rezaban al fondo del pasillo, donde había quedado instalada la caja con el cadáver maltrecho sobre un par de borriquetas. Hasta que empezó a amanecer.

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NARRATIVA

Las hijas del capitán
María Dueñas
Editorial: Planeta
Páginas: 608
Precio: S/69,00

Volaron las horas en el nuevo día, llegó el traslado a un camposanto lejos de Manhattan, el descenso al hoyo, las paletadas de tierra sobre la madera de la tapa, la enorme corona de claveles con una banda atravesada que alguien encargó en su nombre sin preguntarles: “Tu esposa y tus hijas no te olvidan”. El responso, los vibrantes sollozos de Luz entre el silencio del resto, el adiós. Cayó otra vez la noche temprana con un alboroto de luces, sensaciones y sonidos bailándoles alocados en la cabeza, ya estaban de vuelta deseando que todo el mundo se fuera y las dejara en paz. El trasiego fue flaqueando a medida que se acercaba la hora de la cena, sobre el poyete de la cocina quedó lo que cada cual pudo ofrecerles con sus escasos medios y su mejor intención: una cazuela de albóndigas, una musaka, un pastel de carne, una lechera de estaño llena de caldo de gallina.

Al fin quedaron solo ellas cuatro para hacerse cargo de la realidad. Remisas todavía a poner en común sus pensamientos, las hijas arrancaron a trastear sin cruzar palabra: abrieron grifos y cajones, pusieron la mesa con el parco menaje de todos los días. La madre, entretanto, se sorbía los mocos por enésima vez y se pasaba el pañuelo hecho un gurruño por los ojos enrojecidos.

Masticaron en silencio sin alzar las miradas, ni otro ruido que el chocar de las cucharas contra la loza. Y después, cuando en los platos no quedaban más que corazones de manzanas y curruscos de pan, Mona, la más pragmática, levantó los ojos y dijo en alto lo que el barrio entero se llevaba preguntando desde que se supo que el baúl de un anónimo viajero le había partido la crisma a Emilio Arenas, el de El Capitán.
—Y ahora, nosotras, ¿qué?

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La madre descargó un puño sobre la mesa con un golpe derrotado. Luego apoyó los codos, escondió la cara entre los dedos huesudos y se echó otra vez a llorar.

Desde que conoció a su Emilio en unas Cruces de Mayo cinco lustros atrás, nunca habían convivido del todo. A temporadas, sí: cuando él desembarcaba en Málaga sin aviso previo cada año y medio o dos, se quedaba unos meses y la dejaba preñada para luego, en cuanto ella empezaba a construir fantasías sobre la posibilidad de convertirse en una familia normal como el resto de los vecinos de su corralón, a él todo se le comenzaba a quedar apretado y otra vez se le agarraba a las tripas esa indómita querencia suya a buscarse la vida partiendo de la nada, como si no hubiera un ayer. Preparaba entonces su petate y una madrugada cualquiera, tras repartir un puñado de besos sobre las frentes dormidas de las criaturas y soltarle unas cuantas promesas difusas a su mujer, se marchaba rumbo al muelle nuevo, en busca de cualquier barco que lo trasladara a la siguiente etapa de su incierto porvenir.

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VIDA & OBRA

María dueñas (Puertollano, España, 1964) 
La filóloga María Dueñas apostó, el año 2009, por compartir la vida académica con la literatura al publicar su primera novela El tiempo entre costuras. Fue tal el éxito del libro que poco tardó en ser llevado a la televisión, donde repitió la buena acogida y consiguió diversos premios, además de ser traducido a 35 idiomas. Las hijas del capitán, publicada este año, es su cuarta novela.

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