(Ilustración: Manuel Gómez Burns)
(Ilustración: Manuel Gómez Burns)

Domingo, 6 a.m.
Era una línea que se iniciaba en la sien, se ocultaba en una ceja, y reaparecía dura y profunda, al final de la mejilla. Lali la había visto antes, pero no con la fuerza que mostraba en ese instante en la cara de su marido, el señor Gustavo Rey.

Estaba a punto de amanecer, una neblina iluminaba la ventana. Los dos en el dormitorio.

Lali, sentada en la cama, con su piyama verde, el cuello erguido, los pies atentos en el piso. Él, recién llegado, húmedo, incierto, el terno iluminado por la corbata azul. Ella misma se la había escogido, unas horas antes, le quedaba muy bien.

Los ojos de Gustavo parecían cansados, pero tenían una luz tierna y desamparada que activaba el resto del cuerpo.

Lali se llevó una mano a la boca. No había duda.

Era el amor.

En realidad, el trazo del amor. El garabato que la ilusión siembra en las caras de los hombres, un diseño de ruinas precoces.

Estaba amaneciendo. La luz pálida se formaba en la ventana, como un mensaje que llegaba desde el reverso del tiempo. El silencio aclaraba los bordes de las sillas, definía las pelusas de la alfombra, fijaba el perfil de la estatua que la miraba desde el rincón.

Ella, acostada ahora en el cojín, apoyada en el hombro, buscando las palabras que le dieran sentido a la quietud ominosa. Él, con las piernas inciertas, titubeando en el polvo que se alzaba.

—Tengo que decirte algo, Lali. Tengo que hablar contigo.
Después de las primeras frases, todo eso parecía tan predecible y banal, tengo que decirte algo, tengo que hablar contigo, y, sin embargo, esas eran las sílabas aterradoras que había previsto, mientras la luz fijaba sus posiciones en el aire. La pausa se iba prolongando. El silencio había surgido para insinuar la verdad. Era la advertencia que la vida cotidiana ya le había hecho en ese mismo dormitorio. Lali se quitó las sábanas de encima.

Gustavo avanzó hacia ella y se sentó al borde del colchón, una imagen que surgía del sueño, un pobre ángel que había aterrizado en ese piso, con las solapas arrugadas, una mano suplicante y sostenida que despedía una sombra. Casi se veía hermoso en ese instante.

Gustavo. Gustavo Rey. El señor Gustavo Rey.

Su marido o su esposo, había dos modos de decirlo. Había pasado de novio a esposo y de esposo a marido con los años. Su nombre se había ido deteriorando. Iba a quedarse allí. Un marido

Gustavo, el extraño con el que vivía, al que necesitaba, sin el cual no podía... Por un instante, le pareció que era otro.

Sí, era tan raro verlo así.

Gustavo y ella se habían casado veinticinco años antes, y, sin embargo, en ese momento, ese hombre era un forastero para el muchacho que había sido, el que ella conocía mejor que este, el que había aparecido entre el humo de una fiesta esa noche, cuando se habían visto por primera vez. Ahora, con las canas y las arrugas que lo envilecían, se inclinaba hacia ella, resquebrajado por el amor, suplicante y vago, protegido por esa sombra de un perfume ajeno.

—¿Qué pasa, Gustavo?

—Tenemos que hablar, Lali.

No se veía como en los casos anteriores, en esos instantes previos a la confesión, seco y alzado, con los ojos desafiantes, dispuesto a ejercer su oficio de empresario próspero, la versión del hombre exitoso y dueño de todas las situaciones, cuyo rango en la oficina y en la casa le permite unas infidelidades menores.

En esas ocasiones, cuando ella había descubierto alguna de sus aventuras, se había enfrentado a una estatua comprensiva. Él había terminado admitiendo las acusaciones, había liquidado a la fulana de turno, había vuelto a su vida de la casa, perdona, fue una tontería de mi parte, te prometo que no vuelvo a meterme con una huevona, ya nos olvidamos de eso mejor. Se había disculpado siempre, pero antes había cumplido con hacer notar su lugar en el mundo.

Al fin y al cabo, era el Rey. El señor Gustavo Rey. Lo decían sus amigos. Lo decían los periodistas. Había fundado la gran empresa de seguros El Ángel y, además, tenía acciones en el banco, y había comprado esa casa para amoblarla con su arrogancia, la casa decorada con esas lámparas de pantallas altas, alfombras persas y sillones de espaldares grandes, con fotos de sus padres y sus hermanas y sus hijos pequeños en un yate, alzando la mano a su lado. El mismo señor Gustavo Rey que se había comprado el primer Audi de cien mil dólares equipado con un sistema de sonido estereofónico en Lima. El carro que manejaba a todas las fiestas para mostrarlo a sus amigos. Gustavo, que aparecía de pie, mirando a la cámara con una sonrisa indiferente, la habitual sonrisa sesgada, a medio hacer, de su inobjetable espacio privado, alzando una copa brillante en el centro de esa luz donde el resto del mundo se perdía.

Había sido muchos otros, pero para Lali nunca había dejado de ser ese hombre. Lo había visto lavarse los dientes en piyama, pero también salir al trabajo con un terno reluciente. La gente la conocía como Lali de Rey. No podía ser alguien distinto. Ser la señora Rey tenía muchas ventajas. Si Gustavo la dejaba… sonaba algo irreal. No podía dejarla. Para ella, sería como renunciar a sí misma, a su imagen, a su nombre. Sobre todo, su nombre.

Era mejor ser su esposa engañada con ventajas que una divorciada sola y digna. La esposa que le permitía algunos recodos ocasionales que él ocupaba con alguna fulana nueva.

Las veces anteriores, cada vez que ella había sorprendido alguna conversación de amor, y él le había confesado una aventura, todo había terminado en un viaje a Miami o a Nueva York. Una vez allí, ella había hecho que él le comprara toda la ropa que pudiera encontrar. Cada noche habían ido al cine o al teatro, y a cenar en los mejores sitios. Con todo gusto, mi reina. Ya vamos a olvidarnos, mi reina.
Pero ella sabía que iba a llegar un momento como este, cuando la cara de él apareciera transformada por la humedad de una melancolía perversa. Esa noche, había aparecido una sombra de otra mujer, por el momento más dulce y astuta, alguien que había enviado a través de él los aromas de un perfume desconocido. Un cuerpo extraño se había alojado en el suyo. Era como el polvo de las alas de una mariposa que iba avanzando por la geografía accidentada de este cuarto. La otra mujer ya había explorado, debajo de sus picos de certezas, las cadenas profundas de nostalgias y dudas de su marido. Había aprendido a volar en esa región. Y ahora su perfume estaba allí, sobre la cama. Por primera vez, Gustavo se había encogido frente a ella al decirle la verdad.

—Esta vez es distinto, Lali —había agregado—. No lo puedo ocultar.

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