Aguafuertes limeñas
Aguafuertes limeñas
Jerónimo Pimentel

El color de sus jeans roídos por el uso y el tiempo se debate entre el amarillo y el verde. Es como si los pigmentos que teñían la urdimbre hubieran perdido una batalla crucial que los ha dejado en condición fantasmal. Lo suyo no es una presencia, sino una intuición: hubo algo allí que ya no se puede percibir cabalmente. El azul es un recuerdo a tomar en cuenta solo porque dicha tela convoca en la memoria un tinte del que no queda rastro.

La chompa marrón también podría ser un pequeño manto, una chaqueta e incluso un saco: hay algo en este hombre que parece retar al tiempo. Tal vez sea su inmovilidad, la fijeza de su mirada —en nada en particular— o lo infructífero que resulta hurgar en sus intenciones: no hay un solo rasgo en él que delate prisa, oficio, motivos. Es asombroso su anonimato y aun así es posible percatarse de que nuestro hombre se las ha arreglado para lucir formal en los límites de la modestia: los zapatos son mocasines pardos, viejos pero lustrados; por encima de la chompa nace un cuello de camisa, cuya hechura no se puede adivinar; un maletín grisáceo con bordes amarillos reclama una función o una responsabilidad imposible.

El hombre se apoya en el enrejado de un ministerio que podría competir con él en cantidad de tiempo perdido sin hacer nada. Es una lucha justa en la que los contendientes son cómplices en el juego mimético. Por eso, el peatón apurado no verá nada más que una esquina con gente desperdigada a la espera de un micro o una combi. Pero el espectador atento, o más bien ocioso, se dará cuenta de que este tipo no espera nada y no desea ir a ninguna parte, simplemente está ahí.

Un espíritu dado a fabular podrá imaginar melodramas populares que le den sentido a su presencia: lo han botado de casa por infiel o borracho; acaba de perder el empleo que tenía; es un ladrón a la espera de un incauto; etcétera. Sin embargo, un presentimiento hace intuir que en este caso no se trata de nada de eso: es solo un hombre ante el discurrir de la vida, inmutable, que espera en un punto escogido el advenimiento de un cambio, mejor, de una revolución.

Su bigote de los años 40, afeitado con inspiración en un modelo de revista antigua, delata una personalidad en la que lo romántico no ha desaparecido por completo. Hasta podría decirse que su fino mostacho prolonga una mirada que ha presenciado la caída de imperios. Hay algo en ella que revela un desconcierto de posguerra, quizás la nostalgia del migrante, la marca registrada del siglo XX.

He ahí un hombre de su tiempo, me digo a mí mismo, cuando el taxi que me lleva a trabajar despierta de su letargo: el tráfico matutino se despeja. Aún el automóvil no se decide a avanzar cuando escucho que esta suerte de Peter Lorre renacido me reclama con furia: “¿Qué miras, conchatumadre?”.

El insulto se pierde en el tráfago urbano, el policía pita, el carro avanza, el chofer cobra.
La mañana ha escogido pronto a sus víctimas.

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