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Maximilien Robespierre


Ese día lo sacaron lentamente de su celda de la cárcel de Baumettes, en Marsella. Después de todo, el prisionero no tenía ningún apuro. Aquel hombre aparentemente inofensivo de 28 años acababa de despertarse, entre resignado y confundido, en la madrugada de un día cuyo amanecer no vería nunca. Su foto más difundida lo mostraba formal, con un saco y una chompa, muy bien peinado, pero con la mirada absolutamente extraviada: el gesto de quien sabe que está a punto de perder la cabeza.

     Él, un tunecino llamado Hamida Djandoubi, fue la viva imagen del miedo en los infinitos pasos que lo condujeron desde su celda al escenario de su muerte. Es muy posible que durante esa procesión final recordara el rostro, la sangre, los gritos y la exhalación final de Elisabeth Bousquet, su exnovia de apenas 21 años a la que, en 1974, secuestró, torturó, violó, quemó y estranguló hasta matarla, para luego abandonar su cuerpo en un descampado. Fue encontrada días después, cuando unos niños jugaban en la zona. Apenas conocida la noticia, dos mujeres que habían sido testigos forzosas de las atrocidades cometidas contra la joven lo denunciaron. Djandoubi también las había golpeado y retenido contra su voluntad, pues quería obligarlas a prostituirse para él, tal como hizo con la víctima. Como Bousquet lo había denunciado, apenas salió libre la buscó para vengarse. Cruel y repulsiva fue su represalia. Así que no. Ese hombre de 28 años que caminaba taciturno en un paseo que no tendría retorno no era tan inofensivo como parecía aquella madrugada determinante.

Grabado que muestra la ejecución de Luis XVI, rey de Francia entre 1789 y 1792, en la llamada Plaza de la Revolución, el 21 de enero de 1793. [Foto: wikimedia commons]
Grabado que muestra la ejecución de Luis XVI, rey de Francia entre 1789 y 1792, en la llamada Plaza de la Revolución, el 21 de enero de 1793. [Foto: wikimedia commons]

     Luego de ser capturado y confesar el crimen, fue condenado a muerte, pero sus abogados postergaron la ejecución gracias a numerosas apelaciones. Uno de sus argumentos de defensa era asegurar que el acusado había cometido el crimen obnubilado por el alcohol y las drogas que consumía para aliviar la depresión que le había ocasionado perder media pierna en un accidente automovilístico. Pero ni su prótesis ni su papel de víctima conmovieron a nadie. La última carta que jugó fue solicitar la gracia presidencial, prerrogativa que el entonces mandatario francés Valéry Giscard d’Estaing —opositor a la pena de muerte cuando era candidato— rechazó. Su suerte estaba echada.

     Llegado al patio de la prisión donde sería ejecutado luego de la larga y silenciosa caminata realizada junto a los policías que lo custodiaban, Hamida Djandoubi apenas tuvo tiempo de fumar un par de cigarrillos y beber un vaso de ron como ceremonia final. Lo hizo lo más lento que pudo. Con cruda ironía, al momento de quitarle las esposas, el verdugo le dijo: “Ya ves, ¡eres libre!”. Cuando pidió un tercer cigarrillo, se lo negaron. Apenas unos segundos después, una afilada hoja oblicua de acero lo besó en la nuca con la fuerza de sus 60 kilogramos. Su cabeza cayó en una canasta de mimbre que fue retirada prontamente. Seguía muy bien peinada. Eran las 4:40 del 10 de setiembre de 1977. En el patio de la prisión, donde se contaban apenas unos testigos entre guardias, funcionarios del gobierno, dos ayudantes del verdugo y un imán que acudió a darle consuelo al asesino, se instaló un silencio brutal. Todavía goteaba la sangre.

     Esa mañana hubo sol en Marsella. Djandoubi, el último ejecutado con la guillotina, ya no estaba ahí para verlo. Por su parte, Marcel Chevalier, el último de los verdugos de Francia, iba ya camino a su casa: había concluido su labor para siempre. Él sí era libre.

Hamida Djandoubi, inmigrante de origen tunecino que fue la última persona condenada a la guillotina. [Foto: Institut National de L’audiovisuel]
Hamida Djandoubi, inmigrante de origen tunecino que fue la última persona condenada a la guillotina. [Foto: Institut National de L’audiovisuel]

                                        — Corte y queda —
     Aunque quienes no conocían esta historia puedan considerar llamativo que, en la segunda mitad del siglo XX, aún se utilizaran métodos de castigo vinculados a tiempos supuestamente menos civilizados, lo cierto es que aquel 1977 Djandoubi no fue el único condenado al que el presidente Giscard d’Estaing evitó indultar. El 23 de junio del mismo año también perdió la cabeza Jérôme Carrein, padre de cinco hijos, desempleado y alcohólico. Luego de intentar violar a una niña de ocho años, la estranguló y hundió su cadáver en un pantano. Casi un año antes, el 28 de julio de 1976, el pedófilo Christian Ranucci fue ajusticiado por el secuestro de una niña española, también de ocho años, a la que asesinó de varias puñaladas y golpes en la cabeza. Ranucci tenía 22 años y, como Djandoubi, pasó por la guillotina en la cárcel de Baumettes. Para muchos se había hecho justicia.

     Sin embargo, en Francia se vivía un ambiente de absoluta alteración, pues en el lapso de las mencionadas ejecuciones y sus respectivos procesos, Patrick Henry, de 22 años, fue hallado culpable del secuestro y asesinato de otro niño. El 18 de febrero de 1976, día de su captura, Roger Gicquel, un conocido presentador de noticias de ese país, pronunció en vivo una frase precisa: “La France a peur” (‘Francia tiene miedo’). Entonces se desató un intenso y mediático debate: mientras la mayoría de ciudadanos pedía, literalmente, la cabeza de Henry, también existían voces que cuestionaban la validez de la pena de muerte bajo el rigor de la guillotina en el mismo lugar donde se había gestado la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Eugen Weidmann fue la última persona ejecutada en la guillotina de manera pública. [Foto: Wikimedia commons]
Eugen Weidmann fue la última persona ejecutada en la guillotina de manera pública. [Foto: Wikimedia commons]

     Uno de los más fervientes opositores a la pena de muerte era el polémico abogado Robert Badinter, quien formaba parte de la defensa de Patrick Henry, junto a Robert Bocquillon. En 1973 publicó el libro La ejecución en el que desarrolló y explicó con fervor su posición abolicionista. Los siguientes años, a pesar de ciertas críticas e insultos, defendería a otros acusados de graves crímenes, y logró reemplazar el filo de la guillotina por cadenas perpetuas y otras penas diversas. Eso fue precisamente lo que sucedió con Patrick Henry, pues Badinter convenció al jurado con sus argumentos y el asesino fue condenado a cadena perpetua ante el estupor de la sociedad francesa. En 1981, y convertido en ministro de Justicia de Francois Mitterrand, Robert Badinter consiguió derogar la pena de muerte. Varios condenados que estaban a pasos del cadalso deben haber reemplazado con su rostro las caras de los santos en sus estampitas.

      Sin embargo, Henry no aprovechó ese ‘milagro’. El 2001, increíblemente, consiguió su excarcelación bajo un régimen de libertad condicional y con el compromiso de obtener un trabajo fijo. Pero poco después, el 2002, fue arrestado en Valencia, España, con diez kilos de hachís. Algunas fuentes aseguran que sigue preso. Badinter y Giscard d’Estaing, testigos de excepción de aquellos años, viven aún.

                                Revolución caliente
“El terror no es más que la justicia rápida, severa e inflexible”, decía Maximilien Robespierre, uno de los hombres más vinculados a la guillotina en plena Revolución francesa. De hecho, en el imaginario popular, aquel fue el castigo por excelencia de la época. Incluso, en aquellos años, no solo era una pena capital, sino un espectáculo realizado en las plazas, al que asistían miles para aplaudir el castigo y despedir al acusado con gritos e insultos. Sin embargo, la sociedad y la agitación que se vivían en Francia durante el siglo XVIII no eran las mismas el 17 de junio de 1939, aunque la Segunda Guerra Mundial fuera inminente.

Ejecución  [Foto: AFP]
Ejecución [Foto: AFP]

     Ese día, el criminal alemán Eugen Weidmann, de 31 años, se convirtió en la última persona en pasar por el acero en una ejecución pública —realizada en las afueras de la prisión de Saint Pierre, en Versalles— por cometer varios asesinatos particularmente violentos. Versiones de la época aseguran que la muerte, a diferencia de lo ocurrido en los años revolucionarios, provocó un gran impacto emocional en la gente, por lo que el presidente Albert Lebrun prohibió para siempre futuras ejecuciones públicas. Las que se realizaron los 38 años siguientes fueron en estricto privado.

     Miles de cuellos fueron rebanados desde que, a fines del siglo XVIII, Joseph Ignace Guillotin, cirujano francés y miembro de la Asamblea Nacional, propusiera ese método como uno mucho más humano para castigar delitos, comparándolo con la flagelación, el desmembramiento, el garrote o la decapitación por espada o hacha, tan comunes desde siglos atrás. Además, aseguraba un método democrático, sin distinción de clases, como se hacía hasta entonces. Otro médico, Antoine Louis, y el luthier Tobias Schmidt fueron los responsables de su diseño final, y mejoraron el de máquinas existentes desde el siglo XIII.

     De este modo, el 25 de abril de 1792, un bandido llamado Nicolas Jacques Pelletier se convirtió en el primero de una lista a la que luego se unirían célebres nombres como los de Luis XVI y su esposa María Antonieta, las principales víctimas durante la Revolución francesa, que también cobró la vida de muchos de sus líderes, como el ya mencionado Robespierre, el “Arcángel del Terror” Louis de Saint-Just, o Georges-Jacques Danton, quien ironizaría en su hora final: “No se olviden de mostrar mi cabeza al pueblo; merece la pena”.

Maria Antonieta [Foto: Wikimedia Commons]
Maria Antonieta [Foto: Wikimedia Commons]

     También pasaron por la guillotina Charlotte Corday, la asesina de Jean Paul Marat; el químico Antoine-Laurent de Lavoisier; y el político Charles Valazé, de quien se dice que, aunque se suicidó para no sufrir el corte de su cabeza, su cadáver fue igualmente guillotinado. En tiempos más modernos es inevitable recordar a Henri Désiré Landru, el tristemente célebre Barba Azul, ejecutado en 1922. Casi 24 años antes, en 1888, también hubo tiempo para que un peruano se sumara a la lista.

     Según un artículo de Fernando Vivas, publicado en este Diario hace más de dos años, Louis Frederic Stanislas Linska Mendoza de Castillon, un hombre que también podía responder al nombre de Luis Prado, fue culpado por la muerte de una prostituta a la que habría asesinado para robarle joyas y dinero. Aunque alegó inocencia hasta el final en un sonadísimo proceso, fue finalmente ajusticiado. De acuerdo a diversas investigaciones, el tal Luis Prado podría haber sido hijo del polémico Mariano Ignacio Prado, presidente que dejó el Perú en plena Guerra con Chile.

     La abolición progresiva de la pena de muerte en Europa acabó por poner en entredicho el uso de la guillotina. Por ejemplo, se usó en Bélgica, Suecia, Alemania Federal y Alemania Democrática hasta 1918, 1910, 1949 y 1969, respectivamente. Paralelo a ello, España siguió utilizando el garrote vil para concretar la pena de muerte hasta 1974, cuando el anarquista catalán Salvador Puig Antich fue condenado por el asesinato del policía Francisco Aguas. Y no olvidemos que Estados Unidos aún usa la silla eléctrica.

Luis Prado
Luis Prado

      Es necesario recodar que la historia de la guillotina es también la de los verdugos. Y ahí están nombres como los de Charles-Henri Sanson, esbirro de Francia durante 40 años, que cortó la cabeza de Luis XVI y formó parte de una estirpe de siete generaciones dedicadas a la pena capital; Anatole Deibler, que habría cortado entre 300 y 400 cabezas en casi 50 años, hasta 1939; André Obrecht, su sobrino, responsable junto a Jules-Henri Desfourneaux de la ejecución, entre otros, de Eugene Weidmann; Fernand Meyssonnier —autor de Palabras de un verdugo— o Marcel Chevalier, sobrino político de Obrecht y, con la muerte de Hamida Djandoubi hace exactamente 40 años, el último de la estirpe. ¿No es más terrorífico que un verdugo, en lugar de tener una capucha puesta, muestre su rostro verdadero? ¿No es intimidante saber que un hombre ha cortado algunos cientos de cabezas sin mucho aspaviento? ¿No serían también ellos capaces de considerarse asesinos en serie? Y es que, quizá, finalmente tenga razón el español Javier Krahe, cuando cantaba, socarrón, eso de “Es un asunto muy delicado/ el de la pena capital/ porque además del condenado/ juega el gusto de cada cual”.

filosofía de un cuchillo
“Fue rápido. Apenas tres segundos desde los pies de la guillotina. Pero toda esa espera y ese silencio que pesaba desde hacía casi una hora me oprimían hasta tal punto que cuando la cuchilla cayó —¡chac!— recuerdo haber soltado un gritito: ¡Ahhh! Y luego la sangre, un chorro que sale de lado, rápido, como dos vasos que se lanzaran a tres metros. Tremendo chorro, pffffiuuu... Y, después, pequeños chorros de la carótida... No es que uno llegue a acostumbrarse, pero una vez en el equipo tiene una tarea bien precisa y se concentra en el trabajo”, contaba con absoluta calma Fernand Meyssonnier hace 15 años al diario El Mundo de España sobre la primera ejecución en la que estuvo presente. Tenía 16 años y ese día había acudido, en realidad, a la ‘oficina’ de papá: Maurice Meyssonnier, ejecutor en jefe de Argelia —entonces colonia francesa—, un hombre que entre 1928 y 1958 tuvo el dudoso honor de sumar más de 340 cabezas cortadas en la guillotina.

“Las armas de los radicales” ( 1819 ), caricatura del inglés George Cruikshank. [Foto: Wikimedia commons]
“Las armas de los radicales” ( 1819 ), caricatura del inglés George Cruikshank. [Foto: Wikimedia commons]

     Esa tarde estaba ahí porque iba a tomarle la posta a su padre, quien le enseñó algunos trucos para evitar un mayor trauma o sufrimiento en los ejecutados. “¡Cuidado con el escalón!”, les decía, para hacer que miren a otro lado cuando ascendían al cadalso. Después de todo, saber que en breve serás alimento de un imponente armazón de madera de más de cuatro m que te rebanará con el peso de su acero debe amedrentar a cualquiera. Pero Meyssonnier no se consideraba ni cruel ni sádico. Era amante de la danza y la lírica, impulsor de un museo y aficionado a la historia y el derecho. “Las mentalidades han evolucionado y la gente se ha vuelto más sensible”, dijo a El Mundo sobre la abolición de la pena capital. La conversación se debía a que acababa de publicar Palabras de verdugo, su autobiografía, en la que confiesa que llevó a cabo ese trabajo por los privilegios, la buena paga y la posición social en la que ser verdugo lo colocaba. Por los días de la publicación sufría de un cáncer al hígado, pese a lo cual aseguraba no temer su final: “¿Miedo? ¿Cómo podría decir que tengo miedo, después de haber llevado a 200 personas a la muerte? Sería ridículo”.

No todos eran malos
También han estado bajo la guillotina personas que no lo merecían. Una de las injusticias más grandes es, quizá, la muerte del héroe de la Resistencia Marcel Langer, quien a los 39 años fue ejecutado por los nazis bajo esa modalidad en Toulouse. Fue en la madrugada del 23 de julio de 1943, cuando Francia sufría la invasión alemana. “Estamos viviendo una revolución y una revolución es como el parto: siempre hay sangre”, dijo en la última carta que escribió antes de morir. André Obrecht fue el ejecutor, presionado ante la mirada de los nazis y de su jefe, Jules-Henri Desfourneaux. Poco después renunció temporalmente, hasta la caída del Gobierno de Vichy. Luego de haber liquidado a muchos solo por ser comunistas o de la Resistencia, Desfourneaux se hundió en el alcoholismo y murió arruinado tras seis años de finalizado el conflicto bélico.


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