Un almuerzo con Miguel Gutiérrez
Un almuerzo con Miguel Gutiérrez
Jerónimo Pimentel

Llegué al restaurante con cierta ansiedad pues hacía mucho no hablaba con él. Miguel tenía esa extraña virtud que distingue a los verdaderos conversadores que consiste en saber cuándo decir y cuándo callar. Y lo hacía sin mostrar pretensión, con el cuidado espontáneo que despierta la atención ajena. Puntual, esperaba sentado con una Coca Cola fría. Hubo primero algunos saludos y preguntas, luego un luto sentido para recordar a Oswaldo y, antes de pedir, ya estábamos en tema.
    Lo que más me sorprendió fue que tenía cinco proyectos en curso, cada uno cuidadosamente planificado. El primero estaba relacionado con la reescritura y ampliación de su ensayo "Celebración de la novela", al que quería dotar de un carácter divulgativo; el segundo consistía en la culminación de la trilogía sobre la violencia política que inició con "Confesiones Tamara Fiol" y prosiguió con "Kymper"; mientras que las otras ideas, aún a nivel de bocetos e inquietudes, recién estaban en proceso de convertirse en historias aunque sus carpetas de investigación ya estaban llenas. Uno de los proyectos, sin embargo, nos detuvo considerablemente y terminaría ocupando el almuerzo, y llegó a él a propósito de la muerte de Ali.
    Miguel, algo que yo desconocía, era un gran fanático del boxeo. Lo entendía como una manera de enfrentar la vida en la que mediaba la técnica, el valor y la manera en la que un hombre entiende el mundo. Es decir, veía en el pugilato, literatura. Él había seguido la transformación de las categorías de los pesos pesados a consecuencia de la revolución que inició Cassius Clay. La mezcla de poder y velocidad, así como el desarrollo de una estrategia de combate, le maravillaban, casi tanto como el hecho de que se trate de un deporte sin metáfora (había leído a Joyce Carol Oates). Me habló con compasión de Sonny Liston, a quien consideraba un campeón subvalorado, así como de Frazier, de quien rescataba su acometida. Dedicó palabras a Rivadaneyra y a Romerito, a quienes vio pelear más de una vez, y cuando habló de Mauro Mina expresó una admiración tan viva y profunda que su emoción apenas pudo rivalizar con mi envidia por no haberlo visto competir en un cuadrilátero. Sin embargo, Miguel no quiso detenerse en el Bombardero de Chincha, sino en un púgil que de cierta forma había sido emblemático, pero por las razones incorrectas: Mario Broncano. 
    Broncano, como lo recuerdan algunos periodistas deportivos, fue durante mucho el mal ejemplo perfecto: un boxeador genéticamente dotado que, consumido por su entorno y las pésimas decisiones que tomó, acabó como huésped habitual de cárceles y noticieros sensacionalistas. Pero a Miguel no le interesaba eso, una lección social, una fábula educativa, pero no necesariamente material digno de una novela. Lo que a Miguel le interesaba era la forma en la que surgió su vocación por ganarse la vida a golpes, así como explorar esa frontera en la que el deporte y la sobrevivencia conviven sin que ninguna se imponga a la otra, esto es, antes de que lleguen los dos impostores que fungen de metas, en palabras de Kipling: el éxito y el fracaso. En el caso de Broncano, ese período de indecisión va desde su campeonato sudamericano amateur en 1988 al sobrepublicitado rentreé que protagonizó en Lurigancho contra Peña “Peñita”.
    La fijación de Miguel con Broncano podía haber parecido caprichosa, quizá hasta alejada de su proyecto estético. Pero sostener eso sería apresurado. Su obra en mucho ha consistido en incorporar y apropiarse de distintos géneros, como el thriller ("Una pasión latina"), el western ("Hombres de caminos"), la metaliteratura ("Poderes secretos") o la ficción política ("Kymper"), así que la biografía deportiva no tendría por qué haber sido desdeñada. El legado artístico de Miguel es heterogéneo, sobre todo técnicamente, por lo que se equivoca quien cree poder empaquetarlo o reducirlo a un subproducto de Narración. De hecho, más allá de las coincidencias ideológicas, sus novelas resisten más paralelismos con Vargas Llosa que con Higa o Reynoso, lo que es evidente en la importancia que han dado al determinismo en el curso de vida de sus personajes, aunque quizá por razones extraliterarias a él mismo no le hubiera agradado la comparación. El punto es que la historia de Broncano proveía un material idóneo para plantear la tensión entre voluntad individual y presión social, uno de los motivos recurrentes del escritor piurano. 
    Hacia el final del almuerzo, con el vino ya regado, la conversación derivó hacia las elecciones. A pesar de profesar un marxismo crítico, como lo llamaba él, Miguel se permitió un alivio. Para él la idea de escribir bajo un hipotético gobierno de Keiko Fujimori era insoportable, no solo por las heridas familiares, sino también por lo que ello significaba en términos artísticos: no pueden ser representadas las consecuencias de un régimen que no ha caído. Así que Miguel, esa vez, estaba tranquilo. Consigo y, por una vez, con el Perú. 

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