Jaime Bayle
Jaime Bayle
José Carlos Yrigoyen

Quizá los más jóvenes no lo sepan, pero en los años noventa Jaime Bayly era un nombre denostado por los críticos, escritores y lectores que se la querían pegar de serios y respetables.

Bayly era sinónimo de ficción light, escándalo gratuito, malditismo de cuché. El paso del tiempo ha puesto, como suele suceder, las cosas en su sitio: algunas de las novelas de Bayly siguen manteniendo la frescura con las que se publicaron; varios de los libros de esos autores más circunspectos han envejecido 60 años en tan solo 25.

Si bien distan de ser grandes títulos, No se lo digas a nadie (1994) y Los últimos días de La Prensa (1996) son novelas entretenidas, con personajes bien dibujados. En el primer caso, hallamos un retrato generalmente acertado y cuestionador de los prejuicios e hipocresía de las capas socialmente dominantes con respecto a la homosexualidad. En el segundo, una ácida mirada a la decadencia de las clases medias después del reformismo militar de los setenta. Posteriormente escribió narraciones interesantes como La noche es virgen (1997) y Yo amo a mi mami (1999), que, si bien pecaban de reiterativas e irregulares, se dejaban leer.

Es con el nuevo siglo que la estrella de Bayly empieza a opacarse. Por una parte, publica una serie de novelas en las que abusa hasta la saciedad del recurso del periodista-gay-en-la-pacata-Lima, como El huracán lleva tu nombre (hermoso título) de 2004 o El canalla sentimental, de 2008. Por otra, demuestra que le cuesta salir de su coto vitalista: cuando ha probado con historias que escapan a los ingredientes autobiográficos, los resultados no fueron los esperados (como sucede, por ejemplo, con La mujer de mi hermano, 2002). Su última incursión, Pecho frío (horrible título), tampoco cuenta con demasiado para celebrar.

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NOVELA

Pecho frío

Editorial: Alfaguara, 2018
Páginas: 330
Precio: S/59,00

Bayly nos propone una farsa social y política: Pecho Frío, un oscuro empleado bancario, es besado en los labios durante un programa de concursos por el conductor Mama Güevos; este ínfimo incidente lo hará repentinamente famoso, millonario y una poderosa personalidad política. En el camino se enredará en sus mentiras, se verá comprometido en diversos crímenes y terminará peleado a muerte con sus allegados, quienes se confabulan para ocasionar su desgracia.

La idea en el fondo no es mala, pero el tratamiento que Bayly emplea la desperdicia de principio a fin. El trazo grueso que impone a las situaciones presentadas, cargado de sordidez moral y sexual, es tan machacón y falto de matices que acaba por agotar al lector a las pocas páginas. Si la farsa es, como ha señalado Claudia Alatorre, un proceso de simbolización que se alimenta de lo infame y degradado, los actores y episodios que Bayly construye no dan la talla para ponerlo en marcha y se quedan en el estereotipo más simplificador y chabacano. Esto es notorio en los nombres que se han asignado a los personajes (Culo Fino, Paja Rica, Huele Pedos, etc.) y en las anécdotas que componen el relato, cuya exageración brutal y denigratoria se agota en sí misma, sin que esta consiga objetar mínimamente la realidad sustituida. Este problema ya se había entrevisto en otra farsa anterior, El cojo y el loco (2010), pero aquí reaparece potenciado hasta lo desconcertante.

Todo lo cual es una pena. Jaime Bayly es un autor talentoso y con sobrado oficio que por alguna razón tiende a tomar malas decisiones, aunque incluso en sus peores libros regala algunos pasajes francamente divertidos y desternillantes. En Pecho frío estos son lamentablemente muy escasos y están sepultados bajo un alud de rabia y virulencia sin mayor dirección, remoto de ese centro sosegado y de resolución desde donde el recientemente fallecido Vidia
Naipaul aconsejaba escribir.

A propósito: que en paz descanse, maestro.

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