Dos semanas santas
Dos semanas santas
Jaime Bedoya

Llegamos hasta las orillas de Chepeconde bajando la presión de las llantas del Volkswagen. Era la parte más fácil de recorrer 120 kilómetros sin tener brevete. Armadas las carpas, el día se dedicó a la razón principal de la jornada al aire libre. El ron con Coca-Cola y poco hielo. Fuimos de los primeros en llegar. La conversación giraba en torno al ron, la Coca-Cola y el poco hielo.
     Al caer la tarde la playa estaba llena. Habían llegado las chicas del San Silvestre que esperábamos, así como Raúl y su papá con su camper, con su propio generador de luz y su televisor. Era nuestro respaldo y base de operaciones.
     El papá de Raúl nos convocó. Ya era de noche. Nos hizo dos preguntas: 
     —¿Qué están tomando? 
     Ante nuestra respuesta nos regaló una botella de Cutty Sark. Luego volvió a inquirir:
     —¿Saben desabrochar un sostén? 
     Nuestra respuesta fue el silencio. Trajo hielo, agua, nos sirvió unos tragos. Luego nos dio una clase práctica sobre broches y psicomotricidad fina.
     Estaba oscuro y se hacía complicado ubicar nuestro campamento. La nueva disposición de las carpas, la oscuridad y el whisky hacían confusa la topografía. Deambulábamos atraídos por un lamento quedo que el resto de gente, entre festejos, el ruido del mar y la música, ignoraba. Llegamos a nuestras carpas y seguimos más allá, hacia el ruido que venía de un bulto grande y húmedo. 
     El lobo de mar varado miraba con un solo ojo. La luna llena, culpable de la marea agitada, se reflejaba en ese ojo.
     El lobo lloró todo el fin de semana. Aprendimos a ignorarlo.

* * *
Ancón, 1979. El plan era entrar a la fiesta del casino y por eso hacíamos tiempo sentados en el malecón, comentando la sesión de tabla en Conchitas. Veníamos desde Playa Hermosa, de la casa de Roberto. Ahí había encontrado ese libro extraño y adictivo que contaba la historia de los sobrevivientes de un accidente aéreo que habían tenido que comerse los cuerpos de sus amigos y familiares para mantenerse con vida. Me parecía idóneo para la ocasión.
     Roberto llevaba un hilo de pescar y decía que tenía una idea. Ató un extremo del hilo a un poste y se paró al otro lado del malecón, sobre el muro, sosteniendo el cabo. 
Lo dejaba suelto mientras pasaban bicicletas y otras personas, hasta que al oír el sonido de la corneta de un heladero gritó “¡Ahora!”. 
     Tensó el hilo justo segundos antes. La corneta salió volando, el heladero cayó de espaldas sobre su cabeza con un sonido seco. Hubo gritos, señal para salir corriendo. 
     Una noche después una procesión recorría esa misma zona del malecón. Un Jesús flagelado y yacente circulaba en un ataúd de vidrio a hombros de los fieles. A metros del casino Roberto levantó las cejas apuntando hacia el poste: un extremo del hilo de pescar seguía ahí amarrado, ondeando con el viento. 

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