Facebook. (Fuente: Diseño El Comercio)
Facebook. (Fuente: Diseño El Comercio)
Jaime Bedoya

Confirmado: es un embuste. El producto no es la red social, sino el manso suscriptor que exhibe su vida en línea ad honorem mientras comercian con sus datos. Lo curioso es que esto parece no afectarnos. Más importante es seguir compartiendo con el mundo qué masticamos o nuestros pensamientos más profundos ante un sunset, y qué fácil resulta insultar a desconocidos por cualquier motivo inopinado y del que no necesariamente estamos informados. Dime de qué se está hablando; yo me encargo de ofender a alguien.

A quien sí le importa esta situación es a Facebook. Le importa legal y económicamente. Por ello está facilitando el control del usuario sobre su información, así como quitando obstáculos a quien quiera darse de baja y seguir viviendo como se hacía antes. Además, está haciendo circular una encuesta de una sola pregunta: ¿es Facebook buena para el mundo? La respuesta es obvia: sí. Y por varias razones.

Para empezar, tienen todo el derecho de tomarla en serio quienes la consideren el foro idóneo para el intercambio de ideas civilizado. (En estos momentos Karina Calmet asiente en silencio). O quienes la entiendan como fuente de información fidedigna e incontestable de una versión absoluta. ¿Para qué confirmar algo si ya se publicó en Facebook? Es la verdad instantánea, como el café y las pruebas de embarazo portátiles.

Igualmente merecen absoluto respeto quienes están convencidos de que escribiéndole un post a un fallecido, este lo leerá. Así como el opinante solitario que finalmente tiene la oportunidad de vencer la exclusión y se suma entusiasta a un linchamiento público sobre el que no tiene completo conocimiento. Todos sabemos lo reconfortante que se siente ser parte de la mayoría, tenga o no la razón —ese detalle analógico—.

Pero el motivo más contundente por el que Facebook es bueno para el mundo es porque el mundo necesita reír. Y, en ese sentido, la red social más grande es una inagotable proveedora de humor involuntario, cuando no de ternura que estremece. Desnuda la vanidad, pretensión e ignorancia humana con una poder amplificador cómico que ya quisieran los espejos de feria. Y ante estas debilidades del espíritu, que son las que nos hacen a fin de cuentas los gloriosos bípedos defectuosos que somos, el sentido común reclama sentido del humor. Saber reírnos de nuestros aires de grandeza digital preserva el humanismo en tiempos en que el nirvana es un wifi.

Lo inclusivo de este esquema, que hace de Mark Zuckerberg un grandísimo algo, es que para los fines del negocio que lucra en virtud de la pretensión ajena, todos los usuarios —cultos, ignorantes, sabios o tontos— valen lo mismo. Generan información por la que alguien que vende algo está dispuesto a pagar, y él cobra. Que nadie se queje. La red social nos lo agradece felicitándonos por nuestro cumpleaños o pasándonos una peliculita sobre nuestros recuerdos para que nunca olvidemos lo maravillosos y especiales que somos. Especialmente tú, que trabajas gratis para ellos.

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