Great Scott!
Great Scott!
Rodrigo Fresán

Great scott! es una expresión común —la usa todo el tiempo Emmett “Doc” Brown, el profesor ‘loco’ de "Volver al futuro"— para denotar sorpresa, asombro o tristeza. Exclamarla al contemplar lo que sigue, de regreso a ese pasado que no cesa de pasar. Entonces, ahora, la escena de la pequeña obra en un único y último acto que —no por conocida— deja de conmover. Atención: el próximo 21 de diciembre se cumplirán 75 años de su debut y despedida. 
     La escena la protagoniza el hombre que dijo aquello de “no hay segundos actos en las vidas norteamericanas”, atribuyendo esa máxima de mínimos a sí mismo. Se sabe, vida complicada y tan ejemplar en el peor sentido para todo aquel que quiera seguir a ese hombre en su oficio: éxito temprano, vocero de su generación, mucho dinero malgastado, esposa alucinante y alucinada (que, como una maldita gótica, acabará ardiendo en el incendio de un manicomio), olvido y decadencia en Hollywood. 
     Y allí está él ahora, con 44 años y hace tres cuartos de siglo: domingo de sol, sentado en un sillón verde en la sala del piso de su amante en North Hayworth, Los Angeles, hojeando el "Princeton Alumni Weekly", masticando un chocolate. De pronto, el relámpago que se le clava en el pecho y la muerte y la inmortalidad. Después, el cuerpo vacío expuesto en una funeraria cercana. Y, al poco tiempo, el redescubrimiento y la consagración como titán de aquel que apenas vendió y fue leído durante los últimos tiempos de su vida y obra, y que se llamó y se sigue llamando Francis Scott Key Fitzgerald. 
     Y hay tantas biografías y hasta novelas contando ese momento (la más reciente de ellas, "West of Sunset", de Stewart O’Nan, lo dramatiza sin demasiada gracia). Y mi favorita y la mejor escrita entre las muchas publicadas de las primeras (intento leerlas todas porque, como las ‘bíos’ de The Beatles, su potencia de mito didáctico nunca disminuye ni deja de apasionar) se titula "Invented Lives: F. Scott & Zelda Fitzgerald" y está firmada por James R. Mellow. Allí —narrando todo a través de la óptica tan deformante como esclarecedora de un matrimonio sísmico— el momento del adiós ocupa, es verdad, apenas un párrafo. A Mellow, queda claro, le interesa todo lo que sucedió antes o lo que sucederá después, con un Fitzgerald como el tercer hombre de esa Santísima Trinidad literaria que componen también Ernest Hemingway y William Faulkner. Otras vidas de dan más detalles. La marca del chocolate que masticaba Fitzgerald varía (yo podría jurar que se trataba de una barra Hershey’s), pero todas coinciden en que el escritor y Sheila Graham escuchaban en el fonógrafo la Eroica, de Beethoven. En la hora y diagnóstico del deceso: 17:15, oclusión coronaria luego de varios episodios cardíacos recientes. En el nombre de la funeraria y su situación: la trastienda de la sala William Wordsworth en la Washington Avenue de Los Angeles. Alguna rescata la prosa elegante de su testamento que incluía líneas tan impecables y desoladoras como “En primer lugar, una parte de mis bienes será destinada a unos funerales que estén en consonancia con mi rango” y donde a la palabra “funerales” se le añade, en lápiz y al margen, un “menos costosos, sin ostentación ni gastos inútiles”. O recuenta sus pocos bienes: 700 dólares en el banco, 400 en efectivo, un seguro por 40 mil dólares, recibos varios (el último pago de sus regalías ascendía apenas a USD 13,13 por la venta de nueve ejemplares de "Suave es la noche" y siete de "El gran Gatsby"), dos baúles de ropa, cuatro cajas de libros, otra caja con fotos y cuadernos de notas (en uno de los últimos se lee: “No despiertes a los fantasmas”) y recortes (incluyendo, tal vez, el de una de las últimas entrevistas que le hicieron donde concluye, cuando le preguntan acerca de qué ha sido de la jazz generation, con un resentido: “¿Por qué debería molestarme con ellos? ¿No tengo ya suficientes problemas conmigo mismo? Tú sabes muy bien qué fue de ellos... Algunos se hicieron corredores de bolsa y se arrojaron desde ventanas. Otros se hicieron banqueros y se pegaron un tiro. Aun así, algunos se las arreglaron para meterse en periodismo. Y unos pocos se convirtieron en autores de éxito… ¡Autores de éxito...! ¡Oh, Dios mío, autores de éxito!”; y luego se precisa que “Francis Scott Fitzgerald se puso de pie, fue tropezándose hasta la mesita de las bebidas, y se sirvió otro trago”), dos mesitas de madera, un escritorio, una lámpara, una radio. En la descripción del muerto dentro de su ataúd: “Su rostro muy maquillado parecía el de un maniquí. No tenía ninguna arruga, sus cabellos estaban divididos a un lado por un fina raya y ni uno de ellos era gris. Hasta que mirabas sus manos. Hasta ahí, Fitzgerald era como la imagen de la paz y la seguridad que solo puede dar el cine. Pero la realidad comenzaba en las extremidades. Sus manos estaban horriblemente arrugadas y descarnadas, única prueba de que, a pesar de todas las apariencias, te encontrabas ante un hombre que ya era un viejo antes de ser víctima de la enfermedad y de la muerte y del olvido”. En lo que le dice al muerto una colega de labia virulenta y graciosa, Dorothy Parker: “Pobre hijo de puta”, que por supuesto es malinterpretado por todos los que no relacionan esa frase con aquella dicha en aquel cementerio en la conclusión de la novela más famosa del cadáver recién hecho. En los pocos deudos en el camposanto de Rockville Union en una ceremonia a cargo de un ministro episcopaliano luego de que el obispo de Baltimore negara la inhumación en tierra sagrada, porque Fitzgerald no había recibido los últimos ritos y, además, sus libros se consideraban inmorales. En las necrológicas poco entusiastas y escritas rápida y descuidadamente, como queriendo quitarse el peso muerto de encima; alguna de ellas, según el admirador John O’Hara, tecleadas por tipos que ni siquiera lo leyeron. Escribió entonces —un tanto infantilmente— O’Hara: “Scott debió morir conduciendo un Bugatti en el sur de Francia y no morir de tristeza y negado por todos en Hollywood, como un hombre prematuramente anciano, entrando y saliendo, como embrujado, de librerías donde nadie lo reconocía”. 
     Ahora, a ese fantasma, cada vez más despierto, lo reconocen en todas partes. Y está muy bien que así sea. Que se haya hecho justicia en un segundo acto.
Días atrás, el editor de este suplemento me avisó que se acercaba la conmemoración de una muerte de 75 años; y me preguntó si me interesaba escribir “acerca de tu adorado FSF”. Adivinen —¡Gran Scott!— lo que le respondí.

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