Sólo hay una
Sólo hay una
Jaime Bedoya

Todos nacemos mujeres. Durante ocho semanas de vida fetal el humano mantiene circuitos cerebrales femeninos, esperando la epifanía biológica manifestada por el terrenal descenso de dos incipientes huevitos. El que su portador logre aumentar su volumen desmesuradamente, o los honre de palabra y obra, decidirá la clase de varón que será.
    El hecho es que al interior de ellos reposa intensa carga de testosterona esperando la oportunidad de desordenar la serenidad femenina a punta de impulso sexual, rudeza y agresividad. Así la mujer pare a un hombre. O si no baja nada, pare a otra mujer. En ambos casos ese hijo convierte a alguien en madre. Una categoría entre categorías.
    Sostiene la ciencia que los comportamientos maternales —aun en su versión preliminar— obedecen a mandatos químicos antes que a condicionamientos aprendidos. O sea que el cerebro tiene sexo. El caudal cromosomático que el estrógeno libera sobre una niña de dos años la conduce dulcemente hacia los terrenos de la fantasía y la empatía mientras Disney factura en el camino. A su par varón otro proceso lo perfila en el acoso y derribo de cosas, especialmente las rompibles. A mediano plazo inclúyanse corazones, tal como lo registra la reputación de género.
    Quienes han querido demostrar lo contrario, que macho y hembra son lo mismo y su desarrollo conductual depende de cómo los crían, se han encontrado con abundantes desmentidos del mundo real. Es el caso de la neurobióloga Louann Brizendine, autora de "El cerebro femenino" (2005). Ella, junto con otras feministas, decidieron criar a sus hijos dándoles juguetes sin tener en cuenta criterios de género. Es decir, soldados para mujeres y muñecas para hombres. Mientras las niñas trataban a los soldados como a hijos, el vástago de la científica le arrancaba las piernas a las muñecas para usar las extremidades como armas. Algunas mujeres también lo hacen, pero voluntariamente y con todo derecho pues se trata de sus propios muslos.
    Biológicamente hablando entonces la publicidad no puede ser la responsable exclusiva de los estereotipos maternos con los que el Día de la Madre se hace rentable. Detrás del alud de refrigeradoras, licuadoras, lavadoras y demás utensilios de trabajo doméstico no necesariamente reconocido con los que se asocia el acto trascendente de dar vida, hay un cómplice químico inocente, ajeno a la oferta estacional de línea blanca. Ese copartícipe natural, parafraseando a Basadre, es más grande que sus problemas. Los idílicos desayunos publicitarios donde los niños profesan respeto incólume y prolija conducta en virtud de la compra de una mantequilla o yogurt como catalizador de este intercambio afectivo están en las antípodas del caos doméstico que bajo el tronar sicópata de licuadoras mañaneras supone un desayuno de la vida real. Nace el arquetipo contemporáneo de la supermamá, diosa Kali que en una sus de cuatro manos lleva digna un pañal sucio y en la otra, coqueta, el lápiz de labios. En las otras, el teléfono, el almuerzo, las cuentas, el cariño, etc.
    La madre es siempre una heroína. Pone permanentemente a prueba sus reservas de paciencia y sensatez con sus hijos y los padres de los mismos, mientras navega simultáneamente su propio y cambiante océano hormonal. Situación que sigue dejando sin respuesta la gran pregunta que se hiciera Freud: ¿qué quiere una mujer? Ese enigma, según algunos desconsiderados, hace de los hombres que saben quererlas unos santos. Pero eso ya se celebra otro día. Hoy es de ellas. 

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