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Jaime Bedoya

Hubo una premonición inadvertida: el primero de junio de este año, en vísperas de iniciarse el Mundial de fútbol, la marca inglesa Umbro presentó una edición limitada de la camiseta peruana. Eran días felices en que vivíamos cegados de ilusión, oportunamente aprovechados por los jueces peruanos y sus amigos para hablar por teléfono lo que ahora estamos escuchando.

Esta versión de la prenda nacional mantenía la tradicional franja roja atravesando diagonalmente el pecho, pero ahora lo hacía sobre una superficie negra como la noche. La gente la vio, encogió los hombros, y siguió cantando “cómo no te voy a querer”.

Cómo adivinar que meses después algunos escolares piuranos darían la voz de alerta anunciando que no querían marchar en 28 de julio, pues no había nada que celebrar. Y que luego banderas peruanas negras aparecerían en algunas casas vecinas al desfile militar de Fiestas Patrias. O que incluso algunos ciudadanos serían intervenidos por desplegar esas banderas negras en sus domicilios como símbolo de indigestión cívica. Negro, todo negro.

El hecho es que las últimas Fiestas Patrias nos encontraron a la mayoría con una pesadumbre oscura entre pecho y espalda. Nada que celebrar, ni siquiera que descubrir. Era la undécima confirmación de que, mientras millones de mansos ciudadanos temerosos de Dios pagamos impuestos y respetamos los semáforos, una costra trafica y aprovecha a expensas de la premisa de que ser correcto, una vez más, es ser un huevón.

Frente a esa pluralidad aplastada por los acontecimientos es muy fácil identificar a una minoría especialmente nerviosa por las revelaciones. Se entregan solos, pretendiendo relativizar el asco o entrampando su extirpación en engorrosos procedimientos que controlan en virtud del voto popular. Cierta representación congresal —que nosotros mismos elegimos— se ha convertido en funcional bolsa recolectora de colostomía política.

Salvando las dramáticas diferencias, en tiempos de la guerra con Chile, cuando se perdían vidas peruanas, las novias se casaban de negro para honrar a una patria moribunda. El luto es una señal necesaria de pena, de indignación y de protesta ante la pérdida.

Pero la indignación no se acaba en la protesta: ahí recién comienza. Implica observar el apostolado del irlandés Burke, y obliga a seguir haciendo lo correcto, así no sea esto ni atajo ni negocio: no hay que convertirse en lo que se desprecia.

La diferencia entre ambos extremos es la misma que hay entre Tumán y Qatar. O entre la plaza Bolívar, sede del Congreso, y el penal de Ancón, kilómetro 42 de la Panamericana Norte.

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