Vámonos con Fawcett, por Jaime Bedoya
Vámonos con Fawcett, por Jaime Bedoya
Jaime Bedoya

Su sonrisa halógena se anunciaba por lo menos una cuadra y media antes de llegar a las Galerías Persia, en la avenida Larco. Esa estampa con la cabeza inclinada disforzadamente hacia atrás para lucir sus rulos rubios asimétricos y traviesos, desordenaba en plena vía pública el volcánico metabolismo adolescente. Eso hacía inevitable acabar concentrado en ese desafiante y erguido punto de atención que honraba la textura sintética de su ropa de baño roja a la altura de su pulmón derecho. La foto era una invitación automática a explorar las iniciáticas formas manuales del amor.

Era 1979 y todos los mocosos estábamos enamorados del póster de Farrah Fawcett, la rubia de Los ángeles de Charlie. Queríamos ese afiche por obvias razones. Y queríamos otro, el de un mono sentado en un inodoro con un plátano en la mano [1], no sé por qué otras.

La foto había sido casi una casualidad. Cuando se tomó la imagen, en 1976, Farrah Fawcett era una desconocida. Aún no se había estrenado la serie que la haría famosa. El fotógrafo Bruce McBroom consideró que una foto provocadora podría servir para lanzar su imagen y para lo que por entonces, días pre-Internet, era un negocio redondo e impreso: vender pósters. El fotógrafo la buscó y le dijo: “Ponte un bikini”.
“No tengo”, dijo ella.

Se puso una ropa de baño entera que tenía en el clóset. La roja. Ella misma, sin usar un espejo, se hizo los rulos que siempre se hacía, se echó unas gotas de limón en el pelo para resaltar su luminosidad y, luego de que McBroom pusiera de fondo una manta mexicana que llevaba en su pick-up, ella sonrió y se hizo la luz.
El póster es considerado el más vendido en la historia, con más de doce millones de impresiones registradas.

La suma de su papel como la detective Jill Munroe en Los ángeles de Charlie, más su matrimonio con Lee Majors —el actor que encarnaba nada menos que a Steve Austin, el hombre nuclear—, hizo de Farrah una estrella global cuando la globalización aún ni se llamaba así.

Para esa conquista bastaban su sonrisa, la cabellera que las chicas limeñas copiaban y que solo Silvia Pareja, amiga de mi hermana, pudo emular.  El póster era la cereza sobre el postre, un registro del deseo pegado en la pared.

Ella pasaría el resto de su carrera tratando de distanciarse de la imagen accidental de símbolo sexual que se había formado. Tras algunos papeles dramáticos, la atrapó un penoso y doloroso cáncer colorrectal que registró en un documental difícil de ver. Su muerte pasó ingratamente inadvertida en el 2009. Michael Jackson murió horas después que ella, acaparando por completo el foco de atención necrológica mundial.

Este febrero del 2017 en que Lima se derrite y las Galerías Persia son un casino al paso, Farrah Fawcett, digna señora, hubiera cumplido 70 años.

Su ropa de baño roja está en el Smithsonian Museum de Washington como parte de la colección de cultura popular norteamericana.

Su sonrisa, en un lugar difuso pero real donde la nostalgia, el pudor y el primer deslumbramiento siguen creyendo que ella sonreía solo para ti.

[1] El mono tenía una leyenda al pie: “Go bananas” (coloquialismo para “Vuélvete loco” ¿?).

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