[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]


Parado frente al cajón marrón laqueado de su jefe, Julio repasó las veces que había asistido a un velatorio. No recordaba el número exacto pero sabía que eran demasiadas para seguir sorprendiéndose con el espectáculo de la muerte: dispendiosos arreglos florales que en breve terminarían abandonados en el cementerio; amigos y conocidos conversando distendidamente por distintos rincones del salón; y algunos familiares, no siempre los más cercanos, desencajados por el dolor de la partida, como si la muerte no fuera algo perfectamente predecible e inevitable.

Revisando la composición del lugar, evocó el primer velorio al que asistió cuando tenía doce años. Recordaba todos los detalles como si fuera ayer: la sala parroquial, sus compañeros de colegio, los vecinos, los llantos y, sobre todo, el ataúd blanco de Battifora. Aunque no lo comprendiera hasta mucho después, ese evento condicionó muchas de las cosas que ocurrieron más tarde en su vida.

La imagen grotesca del rostro amarillento y deformado por la hinchazón que no se parecía en nada al de su vecino y compañero de curso en el colegio, le causó una gran impresión. Era el primer muerto que veía. Además no se trataba de un deceso cualquiera, producto de una enfermedad, sino de una muerte inesperada, accidental.

La noche anterior, al cumplir con el ritual obligado de los rezos, su madre se había acercado a su cama con lágrimas en los ojos y le había contado que algo horrible había ocurrido con Battifora.

    —Ha tenido un accidente y vamos a pedir por él —dijo, abrazándolo fuerte hasta casi sofocarlo.
    —¿Es muy grave? —preguntó Julio, pero su madre no le contestó. Julio se persignó con ella y juntos rezaron un Padre Nuestro y un Ángel de la Guarda.
A la mañana siguiente todo el colegio no hacía más que hablar de la muerte de Battifora. El director había congregado a los chicos en el patio para hacer el anuncio.
    —Tengo el penoso deber de comunicar a la comunidad sanisidrina el sensible fallecimiento del alumno Battifora de tercero b, un estudiante que encarnaba los valores de dedicación, caballerosidad y solidaridad del colegio; y que Dios ha querido llamar a su lado. Acompañamos en el dolor a su familia y amigos de clase.

Las expresiones del hermano director le parecieron hipócritas. Todos sabían que Battifora era el ejemplo contrario de lo que el colegio predicaba y que había estado a punto de que lo expulsaran varias veces. Sin las influencias de su padre, un alto oficial del gobierno militar, Battifora hubiera sido expectorado hacía tiempo.

Luego del discurso los alumnos de su curso fueron despachados a la capilla del colegio para celebrar una misa en la que no faltaron los llantos de algunas de las maestras y alumnos. Lo que más le impresionó fue la reacción de sus otros compañeros, los menos despabilados, aquellos que rutinariamente habían sido víctimas de los atropellos y pendencias de Battifora. Estos parecían consternados, como si realmente lamentaran la pérdida de su verdugo. Porque si algo había caracterizado el comportamiento de Battifora esos años había sido el atropello constante y la crueldad desmedida hacia los chicos más débiles y vulnerables de la clase.

Quedó especialmente perturbado por el llanto descontrolado de Luna, el gordito mofletudo que durante años había sido el punto de Battifora. Nadie como él había experimentado tan descarnadamente el salvajismo del difunto. Lo insultaba y agredía constantemente con apodos denigrantes. Hacía algunas semanas, luego de la educación física, sin ninguna razón, Battifora había tumbado boca arriba en el pasto a Luna y luego de inmovilizarle los brazos, se había bajado la bragueta y le había orinado la cara. Luna lloraba y clamaba para que Battifora se detuviera y lo dejase ir pero sus ruegos solo servían para avivar más el sadismo de su agresor. Julio sintió un ataque de ira e impotencia frente a la humillación de su compañero y la complicidad de los otros miembros de la patota que celebraban sus excesos. Como en otras ocasiones, Luna no se atrevió a acusarlo con los profesores, quizá por temor a las represalias o sencillamente por la aceptación y costumbre que el abuso sostenido ya habían engendrado en él.

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narrativa
La última batalla
Pablo de la Flor

Editorial: Planeta
Páginas: 167
Precio: S/ 49,00

Julio estaba convencido de que no extrañaría a Battifora y eso le generaba algo de confusión. Sabía que lo esperable en estas circunstancias era que se sintiera triste, pero él no albergaba el menor asomo de pena. De hecho, le producía cierto alivio saber que no tendría que volver a enfrentarse a Battifora y menos tener que ser testigo de sus atropellos. La enemistad entre ambos era de larga data y se había reforzado luego de distintos episodios en los que Julio siempre se había llevado la peor parte. No solamente eran los hurtos de su lonchera, sino la desaparición de los libros antes de algún examen. En una ocasión Battifora había derramado tinta roja sobre la espalda de su camisa, y en otra había untado de betún su asiento.

Julio no había sido una de las víctimas predilectas de Battifora, quien se cebaba en los más enclenques, a los que atormentaba con sus secuaces. Si acaso algo admiraba de este era la capacidad que había desarrollado para actuar solapadamente, fuera de la vista reprobatoria de los profesores y adultos que pudieran intervenir. Sabía que la clave de su éxito radicaba en siempre actuar en superioridad de condiciones, cuando estaba rodeado de sus lugartenientes, y de manera subrepticia, cuando las probabilidades de ser detectado eran mínimas.

La crueldad de Battifora no se agotaba en el colegio, sino que se extendía también al barrio, por lo que trataba de evitarlo en la medida de lo posible. Sin embargo, a veces era imposible, sobre todo durante los partidos de fútbol, cuando necesitaban de todos los chicos de la cuadra. Una de esas tardes, Battifora jugaba de arquero en el equipo contrario y Julio dribló a varios de los jugadores y le hizo un gol por la huacha. Todos celebraron su jugada y se rieron de Battifora, incluidas las chicas que se habían encaramado en uno de los muros. Battifora no aguantó las burlas y se retiró.

    —Te jodiste —le murmuró al pasar a su lado.

Estaba seguro de que su enemigo esperaría la ocasión menos pensada para vengarse, por lo que Julio aguzó la guardia y se mantuvo alerta, sin saber qué podría ocurrir. Dos semanas después, en la actuación por el Día de la Madre se cruzó con Battifora quien caminaba con dos de sus compinches.

    —He visto a tu perro deambulando esta mañana en el borde del parque. Ten cuidado que en esa zona pasan muchos carros y podría ocurrirle cualquier cosa —le dijo con tranquilidad y un tono demasiado amigable, mientras sus acompañantes reían a carcajadas.

El comentario lo dejó intranquilo. Al regresar a casa esa tarde, Julio buscó a su perro sin encontrarlo. No era infrecuente que Lobo, un macho chusco y callejero, deambulara por el vecindario a su aire. Igual, se dirigió al parque y recorrió su perímetro hasta llegar al borde que daba a la carretera. En la acequia vio un bulto con la cabeza sanguinolenta y un enjambre de moscas revoloteando alrededor. Regresó corriendo a casa y se encerró en el cuarto. Lloró hasta quedarse dormido.

Tenía razones de sobra para no sentirse abatido por lo ocurrido con Battifora. Había muerto arrollado al intentar ganarle el paso a un microbús al regreso de clases. Interrogado por la policía, el chofer dijo que el muchacho había intentado cruzar en compañía de otro chico que había retrocedido para permanecer en la vereda y después salir corriendo por una de las calles. Ninguno de los pasajeros pudo corroborar la versión. Tampoco los vecinos que a esa hora estaban en la bodega de la esquina.

No sintió ninguna pena, ni entonces ni ahora. Battifora era un hijo de puta, abusivo y cruel. Había matado a Lobo y ese era el final que se merecía. Esos pensamientos recurrentes le generaron cierta incomodidad al principio, pero fueron remitiendo hasta desaparecer. A veces se acordaba de la historia y reconstruía mentalmente los hechos. Lo había seguido a la distancia y, sin que se diera cuenta, se había asomado por atrás para empujarlo hacia la carretera en el preciso instante en el que el microbús pasaba por la esquina. Luego corrió hasta llegar a su casa.

Por eso, años después, durante ese nuevo sepelio, parado frente al cajón marrón laqueado, Julio no pudo evitar pensar que a veces una muerte lleva a otra y luego otra, sobre todo cuando alguien tiene que impartir justicia.

“Battifora fue el primero, mi jefe el último”, pensó.

2017. Pablo de la Flor Belaunde fue designado director ejecutivo de la Autoridad para la Reconstrucción con Cambios (RCC), encargada de reconstruir las zonas del Perú afectadas por el Fenómeno El Niño. [Foto: Lino Chipana/ El Comercio]
2017. Pablo de la Flor Belaunde fue designado director ejecutivo de la Autoridad para la Reconstrucción con Cambios (RCC), encargada de reconstruir las zonas del Perú afectadas por el Fenómeno El Niño. [Foto: Lino Chipana/ El Comercio]

vida & obra

Pablo de la flor (Iquitos, 1961)

Graduado en Ciencia, Política y Sociología en la Universidad de Indiana Bloomington. Tiene un doctorado en Ciencia Política en la Universidad de Chicago y una maestría en Relaciones Internacionales en la Universidad de Yale. Se ha desempeñado en distintas empresas y organismos públicos y privados. El 2016 presentó su primer poemario, La luz sobre nosotros.

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