[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]


¿Cómo empezó todo? Trato de encontrar un sentido a las cosas, intento identificar al menos el momento en que irrumpió el caos, sino el hilo suelto de la intrincada madeja, y al fondo aparece siempre la selva, y una danza de piedras, y un campo de muertos, y el acertijo de un felino. Sin haberlo programado, me metí en un cementerio. Era otoño en la costa y en la sierra, pero en Erabamba, “Cuna del eterno verano”, los mosquitos zumbaban cerca de mi cara y yo seguía caminando sin rumbo, rociándome brazos y mejillas con repelente, alejándome cada vez más del centro. Deseaba conocer algo especial de aquel pueblo amazónico antes de regresar a la ciudad al día siguiente. Me había pasado dos semanas en un campamento arqueológico ubicado a veinte kilómetros del pueblo, y una de esas noches, mientras asábamos salchichas de pavo en el fuego, los obreros me dieron recomendaciones para el único día que me detendría en su pueblo. Había que bañarse en la Ribera Azul de Erabamba, “donde las sirenas afinan la música” y “alargan la vida de los valientes”. Allí fui de madrugada. En efecto, a lo lejos alcancé a ver a dos músicos “sireneando” sus instrumentos en una cascada próxima al río. No me acerqué, escondida detrás de unos matorrales, escuché cómo iban templando las cuerdas de una guitarra y un violín, sentados sobre las rocas de la orilla, salpicados sin cesar por el chasquido de la catarata. Por momentos, la música saltaba como un arcoíris y me preguntaba por qué el agua sería capaz de modular el aire y los cristales de esas cuerdas hechas de tripas. La cascada misma era un canto arrebatado al encontrarse con el río, pero no opacaba el zumbido de los mosquitos que insistían en picarme, atravesando la tela de mi camisa. Inmortales sanguijuelas, inagotable el rumor del río. De repente, al otro lado de la carretera, un auto descapotable dio un frenazo en seco.

Aparcó sobre la playa, de sus puertas delanteras bajaron dos tipos panzones con gafas oscuras, y de las traseras, cuatro chicas en bikini. Cada una portaba toallas y cestas que acomodaron sobre la arena tostada de piedrecillas oscuras. De las cestas salieron latas de cerveza y sándwiches; cuando los tipos estuvieron tendidos bocarriba, dos de las mujeres empezaron a cubrirles el cuerpo de crema. Una de ellas destacaba por el festón amarillo que recogía su larga cabellera; también por la sumisión con la que masajeaba la barriga y la entrepierna del más gordo. A ratos este se incorporaba sobre sus codos para acariciarle la cabeza y tomaba sorbos de su cerveza, sin dejar de mirar a las otras dos chicas, casi unas niñas, que chapoteaban en la orilla. Por ilusión óptica, la playa brillaba en tono azul y al otro lado de la carretera las cervezas parecían lingotes de plata brotando de esa arena oscura y densa. Volví a mirar la cascada, por unos segundos creí escuchar de nuevo el rasgueo de la guitarra y el violín.

En la playa, las chicas que antes chapoteaban en la ribera daban techo a los dueños del descapotable con dos sombrillas de lona, una decorada con delfines, la otra con sirenas. Los hombres cayeron dormidos, descansando quizás de una noche de farra. Lo hacían amparados por sirenas de lona y pequeñas mujeres que los protegían del ataque de los mosquitos, mordiendo a ratos sus sándwiches, hasta que también ellas cedieron al sueño.

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NOVELA
Las orillas del aire

Karina Pacheco Medrano
Editorial: Seix Barral
Páginas: 252
Precio: S/ 45,00

No llegué a bañarme en la Ribera Azul, no pude prolongar mi vida. Los músicos se levantaron de las piedras como si fueran venados, lentamente, contemplando su reflejo en el agua. En un momento dirigieron la vista al matorral donde me hallaba, uno de ellos me miró a los ojos. Cuando pasaron por mi lado con sus instrumentos, hicieron como si yo fuera un árbol más del bosque. A pesar de su indiferencia, me incorporé y de lejos seguí sus pasos.

Los obreros también me habían recomendado comprar café de Erabamba y darme una vuelta por el parque de pacayes. Era cierto que a solo tres cuadras de la plaza central había otra casi igual de grande, con árboles frutales. Me habían dicho que el más joven tendría cien años. Por su antigüedad, ya ninguno daba frutas que se pudieran aprovechar, fuera porque su sabor era demasiado áspero, o porque brotaban en ramas tan altas que los pájaros y los murciélagos siempre se adelantaban a gozarlos antes de que madurasen lo suficiente como para caer a tierra por su propio peso. […]

Seguía siendo temprano, con tres kilos de café en mi mochila quise volver a la Ribera Azul para darme un baño, pero debí confundir izquierda con derecha y me perdí. Mientras deambulaba por un sendero de tierra muy similar al que había recorrido de madrugada, terminé arribando al lugar de la verdad última. Ese lugar estaba y todavía está lleno de muertos. Al divisar unas rejas revestidas por enredaderas, creí haber descubierto otro parque donde me podría refrescar. Recién al atravesar la puerta me di cuenta de que ese sitio era un cementerio, aunque pocas cruces y lápidas se mantuvieran intactas debido al avance de la vegetación. Mariposas sobrevolaban los sepulcros y los espejos de agua formados en los senderos de piedra labrada. Una gota de lluvia cayó sobre mi frente. Más allá, un pájaro chilló, como si diera aviso de tormenta. Arriba solo había una pequeña nube. Abajo el sol sacaba brillo de las enredaderas que recubrían los mausoleos familiares. Los demás muertos yacían bajo tierra.

Nadie más visitaba el cementerio a esas horas. Me abaniqué con el gorro, en medio del calor, solo deseando proseguir por curiosidad, pues muchas ciudades pueden ser iguales, pero los cementerios nunca lo son, menos aún en zonas rurales. En el suelo, el envoltorio de aluminio de un chocolate empezó a revolotear. Allí también la gente arrojaba desperdicios fuera de los tachos. En eso aquel cementerio no tenía nada de particular. Otra gota cayó sobre un charco, delante de mis pies. Con toda su pequeñez, formó varias ondas. Decidí continuar, elevando los pasos por encima de los charcos y la maleza, deteniéndome ante las lápidas que llamaban mi atención, como aquella que ostentaba una guitarra de granito en lugar de una cruz. Me detuve frente a la de un niño que parecía haber sido fracturada por un rayo, dejando su nombre partido: Arm-andito. La fecha de su muerte hablaba de treintaitrés años atrás. Aquel niño tendría mi edad de no haber muerto. En todo ese tiempo el musgo había ido rellenando la rajadura de su nombre y yo había seguido viviendo. Sus padres probablemente también siguieron viviendo. Se me erizó la piel. Otra gota de lluvia aterrizó sobre una de mis orejas. Me pareció oír pasos cercanos y por un instante vinieron a mi mente los zombis de las películas de terror. Miré a uno y otro lado. Solo la garúa alteraba la quietud. Terminé riendo de mis tonterías y seguí curioseando, avanzando en ese cementerio que no parecía cementerio, más bien un parque silvestre que desinflaba el temor a morir. Entonces me detuve ante una lápida que resplandecía como un pedazo de hielo entre la hiedra. Al inclinarme para leerla, algo como un rayo cayó aleteando y me partió en dos.

Karina Pacheco, ganadora del premio Luces 2013 a mejor libro de cuentos [Foto: Giancarlo Shibayama]
Karina Pacheco, ganadora del premio Luces 2013 a mejor libro de cuentos [Foto: Giancarlo Shibayama]

vida & obra
Karina Pacheco Medrano (Cusco, 1969)

Doctora en Antropología y directora del sello cusqueño Ceques Editores. En 2006 publicó su primera novela, La voluntad del molle. Luego siguieron No olvides nuestros nombres (2008) —Premio Regional de Novela del INC de Cusco—; La sangre, el polvo, la nieve (2010); Cabeza y orquídeas (2012); y El bosque de tu nombre (2013) —Premio Nacional de Novela Federico Villarreal—. Además es autora de los libros de relatos Alma alga (2010) y El sendero de los rayos (2013).

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