(Ilustración: Manuel Gómez Burns)
(Ilustración: Manuel Gómez Burns)

El bochorno empapa la blusa colegial de Ángela. Acaba de terminar una atolondrada carrera desde su colegio, el Lourdes, hasta su casa. A sus padres no les gusta que se suba al bus escolar; prefieren que camine, derechito a casa, eso sí. Antonia, su madre, una mujer esbelta de treinta y seis años, la recibe en la sala, sentada en el sillón de la abuela española. No parece una casa de provincia, sino una mansión anacrónica, de aire señorial. “¿Qué haces, niña, que llegas a estas horas? ¿Con quién has estado conversando? ¿Qué te ha retenido?” Ángela, Angelita para sus padres, toma un poco de aire, respira, sin lograr calmar su agitación. Su madre sigue examinándola con ojos médicos, escrupulosos. “Me quedé después de la hora de salida para repasar con Julita un poco de matemáticas, solo quince minutos, mamá”, responde con aire de susto en la cara mojada. Es viernes y por fin llega el fin de semana lejos de clases.

Antonia se levanta del sillón en silencio y le grita con la mirada. Luego, habla. “¿Crees que me engañas? ¿Con qué chico has estado hablando? ¿Quién se te ha acercado?”, le dice con las manos abiertas, y las uñas rojas y largas. Ángela Seminario tiene muchos pretendientes, o mejor dicho, admiradores, admiradores que no conoce y que probablemente no conocerá. Cuando pasea distraída esas pocas veces que la dejan sus padres, los chicos de último año del Colegio San Miguel se fijan en su larga figura, en sus piernas que sobresalen apenas por debajo de la falda escolar, en sus ojos negros y almendrados, en su pelo. En especial cuando pasa por la Plazuela Merino, donde acostumbran reunirse. Debajo de toda esa ropa de niña de 12 años, que tan boba la hace ver a los 15, se lucen nacientes formas que no pasan desapercibidas por esos adolescentes de miradas de rayos X, cuando camina frente a sus narices, como si flotara.

Pero no. Esta tarde, qué tarde, en este cuarto de hora de tardanza, Ángela no habló —nunca lo hace—, ni siquiera miró a ninguno de estos churres, sino que estuvo con Julita, la hija de su vecino, el doctor Higueras. Julita le rogó a la salida que le explicara un problema de física antes del examen del lunes. “Sí, los números no le entran a Julita, por la Virgen, mamá, por la Virgen que no le entran”, trata de explicar. “¿Julia Higueras? Si ella vive a cuatro casas, ¿por qué no vinieron aquí?”, pregunta Antonia Giner, a quien le gusta que la llamen por su apellido de soltera. Angelita sabe muy bien la respuesta: no quiere traer a nadie a casa, a esta casa. De pronto, el teléfono, un timbrazo estentóreo que extiende su eco por todos los rincones. La madre se desentiende y contesta. “¿Aló? Sí, hija, claro. Estoy allá en diez minutos, cómo iba a faltar, si por algo me han nombrado presidenta. Es que estaba esperando a la niña que se había retrasado, salgo para allá, Sol Gracia, cuenta hasta diez y estoy allá”.

Cuando se lo proponía, Antonia podía ser una mujer bastante eufórica, lista para los eventos sociales, propensa a la figuración. “¿Por qué tienes que estar donde revienta el cuete?”, le preguntaba a veces su esposo, malhumorado. Las reuniones y eventos parecían devolverle la vida, una vida que, a su juicio, le habían arrebatado. Eran un escape para olvidar lo que no se puede olvidar. Otros días, días de sequía social, las persianas de la casa andaban siempre cerradas, negándole la entrada al sol del norte. La ausencia de luz acariciaba su estado de ánimo y el hueco que tenía por dentro, oscuro, más oscuro de lo que nadie quisiera, se fusionaba con el ambiente. Camuflaje para sobrevivir. Podía pasarse varias horas en la sala, en penumbras, con un vaso en una mano y un cigarrillo en la otra, el humo siempre blanco, en contraste con el lienzo negro, dirigiéndose hacia el techo, hacia el cielo, hacia lo que se va para no volver. Antonia intentaba mostrar interés por Angelita. Demostrarle sus ganas, auténticas, de ser una buena madre, pero su cabeza y su corazón —Ángela lo sabía— estaban en otra parte: allá de donde difícilmente había regreso. Hoy tocaba la cima de la montaña rusa, esos pocos segundos de entusiasmo que preceden a la veloz caída antes de volver a trepar. Lento, muy lento.

Antonia cuelga el teléfono, bebe toda la copita de ginebra que tiene junto a ella y se dirige a su hija: “Ya, no importa, ya estás aquí, sube a tu cuarto y espera a tu padre. Recíbelo, hazle su lonche y luego, ya sabes, nada de salir de casa. Escucha algo en la radiola con él”. Antonia Giner de Seminario no sabe a qué hora volverá; esas reuniones de su comité siempre se dilatan. “Bueno, me voy”, culmina apresurada y añade: “Ah, y no te olvides de la tarea, muchacha”.

El sonido discreto que hacen sus tacos sobre la alfombra retumba en los oídos de Angelita. A veces los sonidos más imperceptibles son los que más daño hacen. La puerta se abre y se cierra con desenfado, amarga y liberadora. El motor de la camioneta blanca de Antonia refunfuña hasta alejarse. Angelita imagina cómo su casa, ella misma, se empequeñecen en el retrovisor; su madre ignorante del silencio que ha dejado atrás. “Se ha ido y él llegará pronto”. Angelita sube las escaleras, se tira en su cama y abraza a Lulú, que la espera tumbada encima de un edredón rosado poblado de figuras infantiles que ha aprendido a detestar. Mira por la ventana: el sol de Piura aún no duerme, todavía la observa desde allá arriba. “¿Ella también lo estará viendo como yo?”, se pregunta y viaja con la mente hasta donde cree que está su hermana. “Mafe, ¿dónde estás? Mamá te necesita… Mafecita querida, yo también siento tu ausencia”. ¿Y papá? Para él es como si no hubiera sucedido. A Angelita le parece que esa actitud es más normal, menos dolorosa. Abraza a Lulú con más fuerza.

Lulú sí te necesita, Angelita. Te valora, con su mirada congelada de muñeca. Sabe que estás aquí; existes para ella. Te la regaló tu abuela cuando tenías seis, poco tiempo antes de morirse. Desde entonces, siempre has cuidado de ella como si fuera de la familia. Le cambias los pañales, le das agua en su boca de plástico. ¿Qué harías, Angelita, si no fuera por ella? Nunca quisiste tener una Barbie, como las del colegio, que tienen a las suyas expuestas en sus habitaciones: muñecas regias, de piernas largas, rubias, de vestidos lindos. No juegan con ellas, pero juegan a ser como ellas. No, tú quieres a la Lulú ojona y de piernas regordetas, quieres cuidarla y que ella sea como tú y no al revés. No solo era tu hija temprana, era tu amiga. Acaso la única allá, en el norte del Perú. Julita también lo era, aunque, creías, parecía estar más interesada en tu ayuda en la clase de matemáticas que en tu amistad. Cada vez que tienes un problema, le susurras a Lulú tus miedos en su pequeño oído. No lo olvides: la abrazas, como hoy, que estás tirada en la cama con ella.

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