(Ilustración: Mind of Robot)
(Ilustración: Mind of Robot)
Jerónimo Pimentel

                                                A Veguita, cual sea el burdel en el que esté.

Aaron James, en su libro Trump: ensayo sobre la imbecilidad, sostiene que tres son los rasgos que caracterizan al imbécil:

  1. Es ventajista en las relaciones sociales (se cree especial).
  2. Cree tener derecho a ello (se cree especial).
  3. Es indiferente a las quejas del resto (se cree especial).

Esta definición sugiere una mezcla de prepotencia alimentada por una imagen distorsionada de uno mismo, amén de cierta leve sociopatía. Se aprecia, sin embargo, que el asshole al que James refiere en el inglés original posee un alcance bastante más grueso que el imbécil castellano, castizo. La divertida página web Urban Dictionary, que acoge acepciones de los usuarios que luego son votadas por ellos mismos para determinar su valía, sugiere un amplio espectro de uso para el término, que va desde el apunte escatológico al acoso sexual. El español peruano sugiere otras voces para esos comportamientos, desde el cotidiano “huevón” hasta el más grosero “hijo de puta”. Asshole, en cambio, parece poder calificarlo todo.

El matiz léxico, no obstante, no impide reconocer a ese sujeto, ubicuo en el paisaje limeño: es quien desconoce cualquier forma de orden, desde la cola del ascensor a los colores del semáforo; es el conductor que atraviesa la Javier Prado en hora punta bajo el supuesto de que su prisa es más importante que la del resto; es el testigo ocasional del accidente que tiende a tomar fotos con su celular cuando el civismo sugiere mantener el pudor o buscar ayuda; es el congresista que, incapaz de formular un argumento, insulta a todas las mujeres del Perú por agraviar a una; es el político que, en gobierno, no se da cuenta de que, interpelación a interpelación, no quedará de él sino un fantasma demasiado parecido a un tercer Belaunde. Este imbécil a veces sonríe después de exhibir su imbecilidad, lo que otorga un punto pintoresco al reflejo delator.

El castellano, ahora bien, guarda algunos secretos en la etimología que pueden ayudar a ganar precisión. El doctor Roque Barcia, quizá el espíritu más claro de la decadente España decimonónica, abordó este problema en su Diccionario de sinónimos, en el que contrapone al común imbécil con su versión maximalista, el idiota.

“El idiotismo”, sostiene el maestro sevillano, “es una imbecilidad absoluta. La imbecilidad es un idiotismo que camina hacia la razón; es una noche que recibe una claridad del día. El idiota no piensa. El imbécil no entiende. El idiota es una negación. El imbécil es una nulidad”.

Podemos agregar que la imbecilidad cobija esperanza; la idiotez es determinista.

Idiota refería, en griego, a aquel que solo se ocupaba de sí mismo, por lo que antes de ser un insulto fue una manera de calificar una especie de egoísmo. La sanción fue moral: desconocer la importancia de la cosa pública revelaba estrechez intelectual, limitación. La imbecilidad, por otro lado, puede ser momentánea; a veces se confunde con un sobresalto, y nadie está exento de ella. La vida ocurre entre esos accesos, y aceptarlo revela una madurez humilde.

En otra entrada de su magnífico tesauro, Barcia insiste: “Imbécil, como vacilar, viene de bacillum, nombre latino que significa báculo. Es como si dijéramos sine bacillum, in-bacillum, sin báculo, sin apoyo, sin guía”. Esta genealogía extraña, todo sea dicho, no se condice con la que provee la Real Academia Española, que data el origen en un latinismo que expresa debilidad. Sea como fuere, el imbécil, en estas versiones ibéricas ya no es el desconsiderado, sino la víctima. A un pobre imbécil lo que le falta es quien lo oriente, quien lo asista, quien lo ayude. Un panorama de la política peruana sirve de prueba perfecta: una sobreabundancia de gentes desconcertadas con una ausencia clamorosa de bastones.

La galería no termina aquí. Necio, siempre según el lexicógrafo, y a manera de contrapunto, es quien no sabe, quien ignora. También se encuentra el bruto, que evoca a peso, fuerza no gobernada y, con ello, torpeza, atropello y falta de refinamiento. Y no hay que olvidar al estúpido, más ocasional, “pues cualquier hecho estupendo, cualquier estupor, puede hacernos estúpidos”. De acuerdo al tomo Los diputados pintados por sus hechos: colección de estudios biográficos sobre los elegidos por el sufragio universal en las Constituyentes de 1869, cierta vez Barcia hizo un notable uso de este último vocablo: “Cuando publicaba los Sinónimos castellanos, un elevado personaje fue a decirle que el rey quería subvencionar la obra con la suma de diez mil duros, que se imprimiese en la Imprenta Nacional y que el autor entrara en la Academia. Barcia respondió sin vacilar: ‘Diga Vd. al rey de mi parte que es muy estúpido para que yo pueda recibir dinero de sus manos. Dígale Vd. que nada le he pedido y que nada me debe’”.

Puestos a dar ejemplos propios, se podría intentar la siguiente fórmula: “hay que ser un imbécil para retirarse del Acuerdo de París. Me quedé estúpido cuando me enteré de que el presidente de Estados Unidos, un necio, ignora las consecuencias del cambio climático. Sabía que su política exterior, como suele ser costumbre en los imperios, podía ser bruta, pero ahora sospecho que podemos estar ante los actos que revelan a un perfecto idiota”.

Hecha la exposición y definidas las armas, piense el lector peruano en su objetivo favorito. Revise el expediente del congresista, busque el apellido que lo inquieta y encuentre el material que justifique la imprecación. Ahora ensaye las palabras correctas. Repita todas las veces que sea necesario.

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