Josefina junto a su abuelo. FMQC tuvo tres hijos y siete nietos.
Josefina junto a su abuelo. FMQC tuvo tres hijos y siete nietos.
Josefina Miró Quesada

“La razón no permite ir contra la dignidad”, dijo mi abuelo una vez. Se definía como un humanista racional, un admirador de Kant y de la consigna del ser humano como un fin en sí mismo, cuya valía no podía ser jamás reducida por taras como la discriminación, el prejuicio, el estigma. Mi abuelo enseñaba con el ejemplo la humildad, la bondad y la tolerancia. Fue el hombre más noble que conocí. Sus nietas y nietos lo llamábamos papapa Paco. “Ma petite Josephine”, me decía él.

La vida es cíclica: el inicio es similar al final y el final es similar al inicio. Por eso a veces mi abuelo decía que tenía nueve años, la edad en la que murió su madre, Josefina. En sus memorias no publicadas escribió sobre esa dolorosa experiencia: “Estoy seguro de que cuando uno muere experimenta lo mismo que al nacer”. Y luego se rectificó: “aunque la persona muerta no puede tener ninguna experiencia”. Y es que —decía— morir era la ‘nada’. Un ser tan racional como él no podía sostener que la ‘nada’ era compatible con la consciencia de ‘algo’.

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El jueves 18 de abril de este año mi abuelo despertó sin poder moverse. Le dio un hematoma intracerebral en el hemisferio derecho del cerebro. Por esos días, yo escuchaba a los doctores con plena disposición para aprender qué tenía. Llevaba notas del reporte médico para registrar el diagnóstico y compartirlo con el resto de la familia. Nos dijeron que tenían que operarlo de inmediato. “El pronóstico es reservado”, leí en los labios del médico. Esperábamos cualquier desenlace. Cuando nos enteramos de que superó la cirugía, los doctores atribuyeron el éxito de la operación a la fortaleza de un superhombre de hierro que resistió a pesar de las debilidades de una persona de 100 años. Tema aparte serían las secuelas.

Su camilla era la número 6. En la familia nos acostumbramos a visitarlo en la UCI todas las mañanas, pero el ambiente era triste y el sonido de las máquinas que medían el palpitar de los pacientes era ensordecedor. Los familiares de los internos entraban y salían de uno en uno con los rostros apagados. Esa era la rutina. Hasta que decidí un día cantarle (bajo para no incomodar el sueño de otros pacientes). Creí que era mejor que escuchar el sonido de los respiradores. Como no podía llevar el celular, aprendí de memoria unas cuantas de Louis Armstrong y Frank Sinatra —Fly me to the moon, por ejemplo—. Lo empecé a hacer con frecuencia. Una tarde, una enfermera me abordó: “¿Tú eres la nieta que canta? Cuando lo haces, sus signos vitales se estabilizan y se calma”. En la sala de espera, la esposa del paciente de la cama 5 solía agradecerme por el canto que también sosegaba a su esposo.

Como el resultado fue positivo, compartí la experiencia en redes sociales y descubrí, a través del testimonio de muchas personas que amaron como yo, el poder de la musicoterapia. Y conocí también su efecto paliativo en pacientes con diversas dolencias gracias a médicos que así lo acreditaron.

Los comentarios que recibí tras mi testimonio me empujaron a preguntarle al doctor si podía romper las reglas de UCI y llevarle a mi abuelo un equipo de música o mi celular y unos audífonos acolchonados que no lastimasen sus orejas. Aceptó. Y aún recuerdo ver caer esa única lágrima empozada en la superficie de su ojo derecho, mientras cantaba.

Nietzsche decía que “escuchamos música con los músculos”. Schopenhauer, otro de los filósofos que admiraba mi abuelo, decía que la “inexpresable profundidad de la música, tan fácil de comprender y sin embargo tan inexplicable, se debe al hecho de que reproduce todas las emociones de nuestro ser más íntimo”. Pasamos juntos los últimos días escuchando a Benny Goodman, Duke Ellington y Glenn Miller. Nos acompañaba la melodía de un clarinete, un saxofón, un oboe y un piano. No podía hablar, no sabíamos si podía ver, pero sí podía oír. Y la música tenía el propósito de despertar esas fibras sensibles que aún alimentaban su alma.

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La medicina, las gasas, el suero, las cremas, el gel desinfectante, los pañales, los guantes reemplazaron los libros que solían reposar en el estante de su escritorio. El jueves 6 de junio pudimos traerlo finalmente aquí, a su casa. Creemos que resistió hasta más no poder para despedirse de quienes más lo quisimos y de la mujer de su vida: Doris. “Me enamoré duro”, me dijo él alguna vez.

Durmió sus últimos días cerca de nosotros, al lado del busto de su adorado padre, Racso, y frente al poema que alguna vez José María Arguedas le escribió. Tuve el privilegio de gozar a una de las mentes más lúcidas del país y sentir el amor que solo un corazón de oro, fierro y paloma puede transmitir.

Días antes de morir, de un momento a otro, me agarró la mano tan fuerte que las enfermeras tuvieron que ayudarme a desprender sus dedos de los míos. En uno de ellos tenía puesto aún su anillo de matrimonio, con el que partió. Si por mí hubiera sido, no lo hubiera soltado nunca.

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