(Foto: Congreso)
(Foto: Congreso)

Por: Pedro Cornejo

Así podría llamarse la novela en la que se convirtió el paso de Pedro Chávarry por la Fiscalía de la Nación. Una novela en la que su protagonista tuvo que ser prácticamente obligado a dimitir por la presión de la ciudadanía, pero también de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Todos le retiraron progresivamente su apoyo a un cargo que le quedó, definitivamente, muy grande.

1.
El ‘caso Chávarry’ deja múltiples interrogantes. Me limitaré a preguntarme por la relación entre el hombre y la función (pública en este caso). ¿Es el hombre el que hace a la función o es la función la que hace al hombre? La pregunta es relevante, sobre todo en un país donde están puestas en tela de juicio absolutamente todas las instituciones del Estado. En ese contexto, se oyen voces que repiten como un mantra que necesitamos ciudadanos probos para que ocupen los cargos públicos. Resuenan entonces los ecos del pensamiento de Platón en su cruzada contra la corrupción que, a su juicio, derrumbó a su querida Atenas y condenó a muerte a quien, según él, era el único hombre éticamente intachable de su tiempo: Sócrates.

2.
Chávarry no es Sócrates. Eso es meridianamente evidente. Más bien, podría estar —si las investigaciones judiciales así lo demuestran— entre los que deshonran la majestad del cargo que ejercen. Como sabemos, esta manera de ver las cosas condujo a Platón a plantear que una sociedad solo será justa si quienes la gobiernan son hombres que conocen lo que es la justicia y actúan en rigurosa consecuencia. Ahora bien, ¿dónde encontramos esos sabios moralmente irreprochables que además estén dispuestos a asumir las más importantes funciones públicas? La historia del Perú (y de la humanidad) está repleta de contraejemplos: hombres y mujeres que envilecen los cargos que ocupan, ya sea porque carecen del conocimiento, porque les falta integridad moral o porque adolecen de ambas cualidades.

3.
Pero la teoría platónica del filósofo-rey (o del ‘filósofo-fiscal’, para decirlo en palabras más acordes con el tema) no solo parece irrealizable por defecto de la condición humana. También entraña serios peligros. En efecto, ¿quién puede arrogarse el título de sabio y justo —es decir, competente y probo— y con qué autoridad puede pretender decidir sobre la vida de los otros ciudadanos? Dicho de otra manera: ¿quién vigila al vigilante?, ¿quién fiscaliza al fiscalizador? El ‘caso Chávarry’ es emblemático de las serias dificultades que acarrea esta postura.

4.
¿Será entonces que es la función la que dignifica a quien la ejerce? Si así fuera, ¿debemos elevar la valla de los requisitos necesarios para ejercer los cargos públicos en relación directa a su importancia dentro del entramado social? Más aún, ¿debemos establecer mecanismos legislativos y administrativos que cierren el paso a la ineficiencia y a la corrupción? A fin de cuentas, ¿qué es más importante para que una sociedad funcione bien: los hombres o las leyes? Ya Platón se lo preguntó (y respondió) en su obra de vejez titulada precisamente Las leyes, en la que reformulaba su teoría del filósofo-rey. Y muchos siglos después, en pleno siglo XVIII, Montesquieu le dio forma y contenido a la idea de un Estado de derecho y de lo que entendemos por democracia en su clásica obra El espíritu de las leyes. Pues bien, vivimos en un régimen de derecho y bajo un gobierno democrático. ¿Qué es lo que falla, entonces? La respuesta, como decía Bob Dylan, está flotando en el viento. ¿O no?

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