Por Matt Kramer The Wall Streed Journal of Americas, especial para El Comercio

* La futurista bodega de O. Fournier es un símbolo idóneo de la transformación de los vinos argentinos. El establecimiento, que parece un platillo volador sobre enormes puntuales de hormigón, bien podría haber llegado de otra galaxia.

Más que en cualquier otro país productor, en Argentina los vinos han sido transformados por el capital, la ambición y el poder de distribución de Césares de tierras lejanas, la mayoría europeos.

José Manuel Ortega Gil-Gournier no se parece mucho a un César. Con barba, de estatura mediana y una apariencia ligeramente desprolija, Fournier, de 42 años, proviene de una familia de litógrafos que, desde 1832 hasta la década de los 80, tuvo el monopolio de impresión de naipes otorgado por el gobierno español.

Nacido en España y graduado de la Escuela Wharton de la Universidad de Pensilvania, Fournier vio cómo subían los precios de los tintos Bordeaux de colección y pensó que su país poseía vinos semejantes que podrían generar una buena ganancia. “Realmente no sabía nada sobre vinos en ese momento”, cuenta. “Fue una inversión de negocios, nada más”.

El vino, sin embargo, tiene un raro poder de atracción y Fournier se metió cada vez más en su nuevo proyecto, visitando bodegas y hablando con vinicultores. Sus nuevos contactos finalmente lo llevaron a oportunidades de inversión en Argentina.

Al igual que lo que ha sucedido en California e Italia, el alcance y la escala de la producción vinícola en Argentina abarca dos esferas: ambiciosos productores comerciales que elaboran vinos de gran calidad a precios convenientes y las igualmente ambiciosas bodegas con su mira puesta en conquistar los paladares más exquisitos del mundo sin importar cuánto cueste.

Sería un error ver la historia del vino argentino, en cualquiera de las dos esferas, como una dicotomía entre familias locales adormecidas y perezosas y empresarios externos inteligentes, enérgicos y ambiciosos. Al fin y al cabo, una de las principales vinícolas de la provincia de Mendoza, que hábilmente vende ambos tipos de vinos.

En todo caso, no se puede negar la enorme contribución de inversionistas extranjeros en Argentina. Por ejemplo, está el caso del famoso consultor de vinos francés Michel Rolland, quien persuadió a varios colegas vinicultores, todos de Bordeaux, su tierra natal, a crear una empresa vinícola cuasi colectiva llamada Clos de los Siete.

Compuesta por cinco viñas con diferentes dueños, incluido el barón Benjamín de Rothschild, Clos de los Siete parece de otro mundo. Nadie vive allí y guarda un silencio sobrecogedor. Los dueños se encuentran lejos, en Francia. Cada una de las gigantescas bodegas se levanta en el horizonte como pirámides de faraones egipcios, estructuras de enorme tamaño diseñadas para impresionar.

Una extensión de tierra verde de 800 hectáreas de viñedos meticulosamente cuidados refuerza la sensación de privilegio aislado, un oasis en una vasta y monótona planicie.

El concepto de negocios de Clos de los Siete es ingenioso: la mitad de la producción de las 800 hectáreas de viñedos es usada en un vino colectivo llamado Clos de los Siete, hecho bajo la supervisión de Rolland. Con una producción anual de 1,5 millones de botellas, es altamente comercial. El resto de la producción se divide entre las cinco bodegas, cada una de ellas con su propia etiqueta y diferentes estilos y combinaciones.

Mucho más pequeñas son las viñas artesanales como Achával Ferrer y Viña Alicia, ambas de la zona de Luján de Cuyo, 18 kilómetros al sur de la ciudad de Mendoza. Fundada en 1998 por Santiago Achával Bacú junto a varios socios, Achával Ferrer es para algunos la primera bodega de “culto” de Argentina, cuyas botellas se venden a más de US$ 100 la unidad tanto en Argentina como en EE.UU.

La viña Achával Ferrer es un establecimiento modesto tanto en tamaño como en estilo. Fue construida con piezas de acero obtenidas de una fábrica que se estaba demoliendo, cuenta Achával Becú, un empresario con M.B.A. de Stanford.

La producción vinícola argentina se extiende mucho más allá de su centro neurálgico mucho más allá de su centro neurálgico de Mendoza, incluyendo la provincia de Salta y el sur de la Patagonia. El crecimiento de otras regiones productoras de vino, así como la continua exploración de otras variedades de uvas, es esencial, según Fournier. “Una de mis preocupaciones es una sobredependencia del Malbec. Mire lo que le pasó a Australia con el Syrah”, señala.

“…Un gran país de vinos, como es Argentina, tiene más de una región y más de una sola variedad de uva estupenda. Ese es nuestro desafío para el futuro: hacer que Argentina sea sinónimo de vinos finos de todo tipo, no sólo Malbec”.

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