"Todas nuestras muertes", por Pedro Ortiz Bisso
"Todas nuestras muertes", por Pedro Ortiz Bisso
Pedro Ortiz Bisso

El 2016 ha sido especialmente cruel con nuestras querencias mediáticas. Nos ha arrebatado a nuestros héroes a dentelladas, con insuperable sadismo, y aunque faltan pocas horas para que se largue de una vez, no parece cansado y aún se atreve a mostrarnos sus encías manchadas de sangre. Debbie Reynolds ha sido la última pieza de su salvaje cacería.

David Bowie, Prince, Leonard Cohen, Oswaldo Reynoso, Rodolfo Hinostroza, Miguel Gutiérrez, Umberto Eco, Johan Cruyff, Juan Gabriel, Fidel Castro... cada quien guarda su particular ránking del dolor. El mío lo encabezan Muhammad Ali, ídolo deportivo desde la infancia, campeón del boxeo y de la vida; Carrie Fisher, la respondona princesa de mi generación; y un periodista de esta casa a quien el cáncer se llevó hace pocas semanas: Marco Méndez Campos, profesional íntegro y querido hermano mayor de quienes tuvimos la dicha de conocerlo.

Pero hay también otras muertes, anónimas para el gran público, que no fueron producto de enfermedades o dolencias súbitas. Solo entre enero y setiembre de este año, 493 personas murieron en 473 accidentes de tránsito ocurridos en Lima. Los heridos alcanzan los 243.

El principal motivo de estas desgracias es la imprudencia del conductor. Las distracciones se pagan caro en una ciudad donde el manejo a la defensiva es un requisito de sobrevivencia. Atender el celular o dar una vuelta en U en un lugar indebido son tan peligrosos como caminar sobre una cuerda floja embadurnada de mantequilla (y con los ojos vendados, a 300 metros de altura). Sin embargo, vemos –y protagonizamos– hechos como estos todos los días. Pese a todo, la cifra asoma reducida frente a la cantidad de normas que se quiebran a cada minuto. Desde arriba pareciera que una mano generosa estuviera dándonos una ayudita.

El exceso de velocidad y la imprudencia del peatón figuran inmediatamente después en la lista. El conductor limeño solo recuerda que el velocímetro existe cuando ingresa al Callao, porque sabe que allí el control policial es férreo y las multas atemorizan a las billeteras más gruesas. Luego, basta con cruzar la avenida Faucett para que el acelerador vuelva a ser su desatado amigo de aventuras.

El peatón tampoco es un santo. Póngase la mano en el pecho y recuerde cuántas veces esperó a que el semáforo estuviera en verde para cruzar una avenida. La cebra suele ser un adorno ante la arraigada costumbre de torear carros, combis y coasters como en una pamplonada. Sí, Lima no es una ciudad amable con el peatón, el automóvil es el rey para nuestros planificadores municipales, pero ello no justifica que el simple hecho de ir a pie de un lado a otro represente una invitación a jugar con la muerte.

Aunque falta actualizar las cifras a diciembre, no parece que se produzcan mayores cambios frente a otros años. La solución es complicada porque la temeridad con que solemos movernos en las calles parece adosada a nuestra cultura. El trabajo para revertirla va a demandar tiempo y paciencia. Pero hay que empezar ya.

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