(Hugo Pérez/El Comercio)
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Pierina Chicoma Castro

Una madrugada del 2015 mientras Emily Neyra, de 27 años, dormía en su casa de Chorrillos, su pareja Wilson Gómez, de 29 –quien alguna vez dijo que la amaba–, tomó un cuchillo de la cocina y le preguntó sentado en la cama: “¿Por qué quieres dejarme?”. Emily le pidió que volviera a acostarse y le dijo que hablarían del tema después. Pero Wilson estaba furioso y le clavó la filuda arma en varias partes del cuerpo. Todo esto ocurrió ante los ojos atónitos de sus hijos de 11 y 9 años. La menor, de 8, felizmente no presenció la cruel escena. Emily murió desangrada y Wilson fue internado en un penal.

Luego de este asesinato, Rosa Beltrán, madre de Emily, se convirtió en la mamá de los tres menores. Acostumbrada a trabajar vendiendo comida solo para solventar sus pocos gastos, de la noche a la mañana esta viuda de 54 años tuvo que redoblar sus labores para cuidar y alimentar a sus nietos.

Rosa dice que no es sencillo volver a ser madre. Su llanto refleja el temor que siente al ser responsable de tres pequeñas vidas que, luego de un feminicidio, quedaron a la deriva.

Esta historia refleja un problema que parece descontrolado. Según estadísticas del Centro Emergencia Mujer (CEM) del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP), entre el 2009 y el 2017 hubo 917 feminicidios en todo el país. De este total, 299 ocurrieron en Lima Metropolitana.

Solo entre enero y abril de este año, ya son 35 las víctimas de feminicidio en el Perú. De este grupo, diez fueron cometidos en la capital, que es la ciudad con más casos en el ámbito nacional. Además, hasta abril, se registraron en Lima 17 tentativas de feminicidio.
Casi el 80% de las mujeres que fueron víctimas de un feminicidio o de un intento de asesinato tenían uno o más hijos. En el 78,8% de los casos, el agresor tenía un vínculo íntimo con la mujer: esposo, conviviente o ex pareja.

Después de un feminicidio, los menores quedan vulnerables emocionalmente debido a la destrucción del hogar. Rosa cuenta que desde aquel día sus nietos ya no son los mismos y se irritan con facilidad. Aunque el mayor no ha bajado sus calificaciones en el colegio, sí se ha convertido en un chico callado y tímido. El segundo recibe terapia del lenguaje y los profesores de la última informan que cada día está más distraída en clases.

Como una medida de protección, el MIMP brinda terapias a los menores de familias envueltas en un feminicidio. Pero no todos pueden acudir a estas sesiones.

Para la psicóloga Lourdes Ruda, el proceso terapéutico es fundamental para los menores. “El impacto de la agresión es más fuerte que el impacto por la pérdida, pues el duelo es un proceso natural, pero la agresión de un ser querido a otro es más perjudicial”. Ruda también considera que las pequeñas víctimas deben recibir ayuda profesional para empezar a cerrar sus heridas.

—Girasoles para mamá—
En el 2013, Elena Aponte Córdova, de 36 años, fue acuchillada por su pareja y padre de sus dos hijos. Denis Rivera, de 33, la atacó en el hospital Carrión del Callao, donde ella trabajaba. Los menores, de 15 y de 10 años, ahora viven con su tía Isabel Aponte y su abuela Benita Córdova, hermana y madre de Elena, respectivamente.

El más pequeño nos cuenta que el domingo pasado visitó a su madre en el camposanto Baquíjano. Le llevó girasoles porque eran las flores que más le gustaban. El niño mira al piso y comenta que para dejarle el presente a su madre hay que pagarle a una persona, ya que el nicho de Elena está en una zona alta a la que no se puede llegar sin escalera. Por eso, dice que cuando obtenga su primer sueldo como futbolista le comprará a su madre un nicho más bonito y en un lugar más bajo, donde él podrá dejarle los girasoles.

La actitud conversadora del pequeño contrasta con la de su hermano mayor, quien no se siente cómodo al recordar a su madre. La conversación se torna más tensa cuando le hablan de su padre encarcelado. Recordarlo le molesta. Por eso prefiere sentarse en silencio junto a su abuela hasta que termine nuestra charla.

El enojo del adolescente no es un indicio necesariamente de violencia. Según Ruda, los menores que fueron testigos de violencia no están condenados a adoptar una conducta agresiva. Por eso, la especialista reitera la necesidad de que los niños y adolescentes sanen y reconozcan que el único culpable de lo sucedido es el agresor.

Antes de morir, Elena le dejó una carta a su madre. En la misiva le pedía que cuidara a sus hijos y que luchara por ellos hasta que se conviertan en profesionales. Al parecer, ya intuía su fatal destino. Benita trata de cumplir el deseo de su hija, pero a veces es difícil.

“Este es el momento en el que más necesitan a su madre, esta etapa es muy complicada”, dice, esperando que su amor sea suficiente para curar el dolor de sus pequeños.

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