(Ana Monzón/El Comercio)
Miguel Villegas

Imagínate despertar sin piernas.

Ver a tus hijos corriendo y no poder correr. Ver tu trabajo pendiente y no poder llegar. Ver la calle desde tu ventana y no poder salir. A Luciano Campos le pasó cuando menos lo imaginaba: tenía familia, un hijo bombero, almuerzos los domingos, su taller propio. De las 72.651 emergencias por incendio atendidas por el Cuerpo General de Bomberos del Perú en 2012, quizá la suya sea la historia más dolorosa. Como el joven crack de fútbol que el día de su gran prueba se rompe la rodilla, todo pasa en un segundo. Luciano Campos era un humilde soldador de Ventanilla que, por sus propias manos, por una equivocación, se prendió fuego. Una chispa en unos balones de gas que usaba en la máquina donde trabajaba, en el Cusco. O solo la mala suerte. O solo una oportunidad. Cuatro meses después, el papá de Luis Gaary, Ederson y Jocelyn perdió ambas piernas.

Pero no la fe.

Su casa de Ventanilla también era su taller. Luciano criaba a sus hijos con ese trabajo, en el que era experto en puertas metálicas, soldaduras, estructuras de todo tipo. “Mi vida era el trabajo y también el fútbol”, dice, con el tono con el que hace el recuento de los años. Jamás había tenido un accidente. Lo llamaban ‘Maestro’. Hasta que esa mañana del setiembre del 2012, una chispa hizo que todo explotara.

–Fue un instante: estaba solo y no sabía cómo apagarme. El polvo químico que tenía un amigo no alcanzó para más: solo apagó la parte superior de mi cuerpo

El día en que El Comercio lo visitó, Luciano tenía varias tareas pendientes: terminar una estrella de metal, pagar unas cuentas. Las manos gruesas, 54 años y sin canas, los lunares que decoran su rostro, Luciano Campos luce siempre demasiado tranquilo para recordar un episodio fatal que tenía este diagnóstico clínico, un documento que todavía guarda en el estante de su sala: quemaduras de tercer grado en el 70% de su cuerpo. Estuvo 48 horas con respirador artificial.

–Pero Dios siempre da una segunda oportunidad, dice. No hay manera de no creerle.

Cuatro meses después de permanecer inconsciente en una cama de la clínica San Juan en Surco, Luciano Campos abrió los ojos. Atrás quedaba la época feliz en que, como la foto de su perfil en Facebook, vestía zapatos elegantes y camisas blancas para abrazar a sus hijos. En adelante, ya no iba a poder correr a abrazar a sus hijos. Justo él, que había sido futbolista y que había corrido en la tierra de las canchas de Segunda División en el Perú.

Tampoco a ser entrenador de fútbol de los niños de su barrio.

Pero peleó. O mejor dicho, no se cansó. Tenía que vivir para trabajar, es decir, para mantener a su familia: curado con medicamentos y sanado por la palabra de Dios, volvió a lo que podría haber sido el infierno: la soldadura. Allí recuperó clientes, tiempo, ganas. “Mi papá necesitaba una ilusión; yo quería protegerlo pero también supe que si él no volvía a trabajar, lo podíamos perder”, recuerda Ederson, bombero en Ventanilla, 30 años. Y como tenía que trabajar para vivir, un día de 2015 abrió la cortina de la sala y vio que los niños de 10, 12 años de su barrio en el 6to sector izquierdo de Ciudad del Deporte, que durante cientos de días esperaron, seguían allí. “Ellos fueron mi fuerza: ¡Se habían quedado sin entrenar durante años! Con el permiso de mis hijos, tomé mis cosas y salí. Hasta hoy”.

Hasta que ellos, los niños y niñas de Ventanilla lo vieron volver, en su moderna silla de ruedas de Ortopedia Wong. Los ve correr a ellos -dice- y siente que él mismo está corriendo.

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