“No tenemos la obligación de perdonar a los asesinos de mi hijo, solo queremos justicia”.
Raquel Huamanchumo pasó el día de su cumpleaños enjugándose las lágrimas mientras velaba a José Manuel, su niño de 16 años que murió de un balazo disparado por uno de sus compañeros en su salón de clase.
“Lo terrible es que el que se muere ya cesó; en cambio, los que se quedan vivos se quedan sufriendo, se quedan con dolor”, decía Fernando de Szyszlo, quien perdió a su hijo Lorenzo en un accidente de aviación.
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Blanca Varela, la madre de Lorenzo, nunca pudo asimilar su partida. “Ese hecho a Blanca la mató. Escribió dos años más y se murió”, recordaba el pintor hace algunos años en una entrevista en“La República”.
Los padres no están hechos para sobrevivir a un hijo. ¿Qué podemos decirles frente a este dolor supremo e indescriptible?
No existe un manual que indique cómo sobrellevar tanto sufrimiento junto, tantas preguntas sin respuestas, tanto llanto sin control.
La tragedia ocurrida en el colegio Trilce, en Villa El Salvador, ha destruido la familia del muchacho asesinado, víctima de lo que, de acuerdo con las investigaciones, parece haber sido una estupidez adolescente.
Aunque no puede compararse la dimensión de la pérdida, ha acabado también con la del victimario, quien ahora deberá pasar al menos dos meses de su vida encerrado en ese infierno llamado Maranguita, mientras un juez determina su sentencia.
Esta terrible desgracia ha acentuado el tono trágico del clima de violencia que se vive en el país. Y ha visibilizado una realidad de la que solo se hablaba entre susurros o en conversaciones de esquina, disfrazándola de travesura adolescente: las armas en los colegios.
Según SíseVe, el observatorio contra la violencia escolar del Ministerio de Educación, entre noviembre del 2013 y febrero del presente año, se han reportado 200 actos de violencia con armas en centros educativos del país.
Si bien no parecen cifras mayúsculas para un período de seis años, no olvidemos que se trata del registro de casos reportados. ¿Cuántos más habrá que no se detectan o no se dan a conocer por miedo? ¿Las víctimas tienen el respaldo suficiente en sus colegios para denunciar a quienes los agreden?
¿Qué hacemos? Por lo pronto, convertir las instituciones educativas en virtuales centros de detención, con alumnos sometidos a exhaustivas revisiones corporales o a detectores de metales como si fueran delincuentes, no ayudará en nada. Solo conseguirá enrarecer el ambiente y acrecentar el temor.
Un padre irresponsable que no puso a buen recaudo su arma y no supo enseñarle a su hijo los peligros que implica su uso ha cambiado la vida de dos familias. Las ha hecho trizas. Porque nadie está preparado para sobrevivir a un hijo.
*El Comercio no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.
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