Representación de Ricardo Gareca y Paolo Guerrero fue bien vista por la máxima autoridad del fútbol mundial. Se encuentra en el parque Argentina, en San Miguel. (Foto: Hugo Pérez / El Comercio)
Representación de Ricardo Gareca y Paolo Guerrero fue bien vista por la máxima autoridad del fútbol mundial. Se encuentra en el parque Argentina, en San Miguel. (Foto: Hugo Pérez / El Comercio)
Pedro Ortiz Bisso

El peor homenaje a la memoria del plantel de Alianza Lima que pereciera en el mar de Ventanilla fue un horrible monumento que por muchos años estuvo colocado en la avenida México, en La Victoria.

Once jugadores y un hombrecillo de metal que supuestamente correspondía a Marcos Calderón posaban para un fotógrafo imaginario por última vez. A los lados había un avión partido en dos que semejaba al Fokker, una bandera y la insignia aliancista. Encima, una pelota con infinitos paños en proceso de perder su redondez.

No es el único despropósito cometido en nombre de la inmortalidad futbolística. La efigie de Lolo Fernández que recibe a los hinchas en el Estadio Monumental tiene el tronco muy corto y los brazos tan largos, que si pudiera extenderlos probablemente tocarían el suelo.

El bronce –o algún metal que parezca serlo– ha sido vehículo para honrar a las glorias deportivas en diversas partes del mundo. Gabriel Omar Batistuta, uno de los mejores delanteros de la historia, tiene su escultura en Buenos Aires; Lionel Messi cuenta con varias en su país. A una de ellas, unos vándalos le cortaron las piernas en la capital argentina.

La efigie de Michael Jordan estirándose hasta casi hacer explotar sus músculos segundos antes de encestar es un ícono de Chicago y motivo de peregrinaje de los aficionados al básquetbol que visitan el United Center, la casa de los Bulls.

Hay también esperpentos como el erigido en Medellín en honor a René Higuita (una figura amorfa cuyo único parecido al recordado golero colombiano es un amasijo de metal que semeja su ensortijada cabellera), y otro de Messi, en Tucumán. El ‘10’ del Barcelona fue convertido en un muñeco de torta de 150 centímetros de estatura, del que solo sabemos que es Lío porque tiene su nombre garabateado en el pecho.

El problema con las estatuas sanmiguelinas de Ricardo Gareca y Paolo Guerrero no es su costo (S/20 mil), sino el hecho de que la ciudad siga llenándose de mamarrachos erigidos en función de los gustos –y el ego– del alcalde de turno.

Porque finalmente es eso: un masaje al ego de la autoridad de turno que aprovecha el prestigio del personaje supuestamente honrado para salir en la foto o colocar su nombre en la plaquita de rigor. ¿O acaso detrás hay un concurso serio o una política municipal que busque poner en valor parques y avenidas?

Ya tuvimos un alcalde –quien, dicho sea de paso, ahora pretende gobernar Lima– que decidió colocar un arbusto en forma de osito frente a la casa de su novia.

No olvidemos, además, que las estatuas de marras se encuentran en un distrito donde su alcalde, como la ley le prohíbe ir por la reelección, ha decidido sacarle la vuelta y postular como teniente alcalde. Rico tipo. Como para hacerle un monumento. 

Contenido sugerido

Contenido GEC