Sebastián Pimentel

Podría decirse que el punto de despegue de la carrera de Jonathan Demme se da con “Melvin y Howard” (1980). Allí se contaba la historia de un perdedor nato que, un día, por casualidad, se topa con la figura mítica del excéntrico multimillonario Howard Hughes, malherido, al que rescata sin saber quién es. Treinta y cinco años después, esa heroicidad invisible y desinteresada será también la de Ricki (), mujer mayor que, con su banda de rock, anima las noches de un pub de California. Ella no deja de tener la frescura de sus años juveniles, aunque ahora la expresa con sabiduría y raptos de melancolía que otorgan muchas caídas, además de trabajar en la caja de un supermercado para poder pagar las cuentas.

En lugar de regodearse en la precariedad económica que caracteriza la vida de Ricki, la cámara de Demme la sigue, siempre enamorada de ella, en un rango de movilidad de precisión matemática. A veces, tan próxima como para captar sus emociones secretas. Pero, a veces también, lo necesariamente abierta como para captar a las personas más importantes de su vida y los problemas que debe resolver: la relación con sus hijos, ya mayores, por un lado; y la que tiene con el guitarrista de su banda, por el otro.

Los protagonistas de Demme siempre son tipos sociales minoritarios, rebeldes o anómalos, pero nunca eligen la victimización ni la rendición. Es lo que sucede con la mujer policía de “El silencio de los inocentes” o el abogado homosexual de “Philadelphia”. A todos los distingue cierta “buena fe”, mezclada con una valentía difícil de definir, pero que termina por complicar su situación. En el caso de Ricki, ella debe hacer una visita al hogar de su ex esposo (Kevin Kline) – ejecutivo muy adinerado que vive, con su nueva esposa, en una suntuosa mansión–, para ver a su hija (Mamie Gummer, hija de Streep en la vida real), quien sufre una fuerte depresión.

Esta entrada de Ricki a un medio totalmente opuesto al que ella representa es el revelador de una serie de actitudes paradójicas e irrisorias. Con naturalidad, vemos a Ricki anhelar la tranquilidad material que no tiene, y a su ex esposo atesorar una bolsa de marihuana que no consume. Aunque nunca se haga explícita, una pregunta ronda en el ambiente, una interrogación respecto a sus verdaderas conquistas o renuncias –¿qué es preferible, la comodidad o la autenticidad?–

En el caso de esta vieja rockera, su identidad siempre se termina por afirmar con fuerza, en esa especie de lucha de clases que pone en cuestión la ‘normalidad’ de los estilos de vida asumidos. Pero lejos de subrayar la diferencia de clases, estas terminan por sufrir una especie de eclosión debido al remezón emocional que supone la visita de la madre ‘rebelde’. Como los crudos dramas familiares de Bergman, el de Demme es un escrutamiento de ese cruel proceso en el que todos los miembros del clan deben recriminar profundas culpas y expiar su dolor.

Felizmente los estereotipos, usuales en dramas de tema familiar como este, terminan por escamotearse con una facilidad asombrosa. Si bien Ricki tiene una banda de rock y es por ello que ha sacrificado una vida más segura, no se trata de ninguna figura maldita o decadente, ya sea relacionada al consumo de drogas o a cualquier tipo de autodestrucción. Incluso Kevin Kline, como un atildado y conservador burgués, tiene un antológico quiebre relacionado con la presencia liberadora de Ricki. Y es que este no solo es un drama, ya que tanto las pinceladas de humor como los momentos musicales –las performances de Meryl Streep al frente de la banda son estupendas–, nos hablan de una cinta que trasciende los corsés de cualquier género.

Por último, si hay un último recuerdo que nos quisiéramos llevar de este filme exquisito y conmovedor, son algunos primeros planos del rostro, como los que Demme ha captado cuando Streep toca “American girl” de Tom Petty. Esos planos recuerdan a los de Tom Hanks escuchando alguna aria de Maria Callas, ya enfermo y enfrentando la muerte, en “Philadelphia”. Y es que Jonathan Demme es un cineasta de rostros, como Bergman, como Truffaut, como su tan querido Bertolucci. Toda su vida ha filmado los rostros del placer espiritual, de la desesperación. Los rostros más estupefactos, más horrorizados e inocentes a la vez –pensemos en los de Jodie Foster frente a Anthony Hopkins, o la enloquecida aparición de la hija de la protagonista en esta película–. Los rostros más hermosos del último cine americano le pertenecen a él.

Mira el tráiler de "Ricki And The Flash" aquí. Fuente: YouTube.

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