"El adiós de un soltero tardío", por Renato Cisneros
"El adiós de un soltero tardío", por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Hace 15 años, cuando los amigos empezaban a casarse, las despedidas de soltero eran rituales organizados por sujetos de idéntico perfil: todos hombres nacidos bajo la dictadura de los 70, formados en colegios mesocráticos altamente conservadores, donde –al igual que en nuestras casas– se fomentaba un machismo recalcitrante y una sexualidad culposa, cuyo descubrimiento solía venir acompañado de traumas y preguntas que nadie se molestaba en responder.

Para llevar a cabo la viril ceremonia del adiós al novio-suicida, nuestro máximo referente era una película que habíamos visto ene veces en los ciclos de ‘Función Estelar’ y ‘Cine Millonario’ de Canal 2: Despedida de soltero (Bachelor Party, 1984), que resultó pionera de un subgénero que luego tendría hitos como Esa rubia debilidad (1991), Malos  pensamientos (1998) y, más tarde, el taquillazo The Hangover (2009).

De todas, la cinta de Tom Hanks era la prototípica. Soñábamos con reeditar ese bacanal orgiástico en un penthouse y dar rienda suelta a nuestra masculinidad reprimida, aunque teníamos muy claro que dos escenas no debían rememorarse: 1) La de Gary, el sujetillo con anteojos y bigote a lo Charly García, que al entrar al baño descubre con horror que la despampanante rubia con quien acaba de acostarse orina de pie; y 2) La del burro que, en medio del aquelarre, traga estupefacientes y esnifa rayas de coca hasta quedar patitieso.

No siempre pudimos homenajear a Bachelor Party, pero contabilizamos varias respetables juergas lúbricas al final de las cuales dejábamos al agasajado de turno calato y maquillado en la puerta de su casa, sin dignidad ni memoria, listo para desposar a su novia al día siguiente. 

Ignoro si esas costumbres cavernícolas se mantienen entre los veinteañeros que recién se inician en esta ciencia, pero sí debo decir que entre mis contemporáneos aquella vieja curiosidad libidinosa ha decaído ostensiblemente.

Hace una semana, mis amigos peruanos en Madrid –el 90 por ciento en una relación estable– organizaron mi despedida de soltero. La semana previa, el chat de WhatsApp creado para tal fin constituyó un preocupante ejercicio de regresión hormonal. Nuestra estirpe pipiléptica salió a relucir con inusitado frenesí. La consigna era unánime: el siguiente sábado saldríamos hasta alcanzar la podredumbre etílica y la decadencia sexual en los sótanos oscuros de los puticlubes del primer mundo.

Llegado el día, nos reunimos en una casa y, después de recordar todas las imitaciones de JB, los sketchs de Trampolín a la fama y los chistes de ‘Melcochita’, emprendimos la prometedora incursión nocturna. Poco a poco, sin embargo, el envión erótico inicial fue diluyéndose en una especie de ‘serenidad prostática’. Tras cuatro rondas de cerveza y varias visitas al baño en un bar donde prolongamos ad infinitum la conversación de temática peruanista, nos dimos cuenta de una verdad tan monumental como los edificios de la Gran Vía: ya no estábamos para esos trotes.

Al final, veloz ingesta de hamburguesas chatarra mediante, alguien gritó: “¡Vamos al Toni2!” No sobraban las propuestas, así que respaldamos la iniciativa.

Ni en mis pronósticos más prudentes hubiese imaginado que despediría mi soltería en un piano-bar. Pero allí estábamos: una jauría de cuarentones, bizcos de tanto alcohol, abrazados como si no fuésemos a vernos nunca más, soltando gallos al son de un repertorio heterogéneo donde se alternaban temas como Yesterday, El rey, New York, New York y La gallina turuleca.

A la seis de la mañana, aburridos de insultar al pianista por no saberse La flor de la canela ni El plebeyo, procedimos a retirarnos. La luz del día nos golpeó en las pupilas. Entonces cada uno se marchó presuroso rumbo a su barrio, su casa, su vida. Las novias, esposas e hijos no tardarían mucho tiempo en despertarse.

Esta columna de Renato Cisneros fue publicada en la revista Somos. Ingresa a la página de Facebook de la publicación 

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