Ray Loriga
Ray Loriga
Enrique Planas

Sabe que el partido va a ser duro. “La Juve tiene un equipo de cojones”, reconoce. No regala pronósticos. “La cosa está en un 50%. Que gane el mejor o el peor, aunque sea el mío”, me dice al otro lado de la línea telefónica, desde una habitación en un hotel de Barcelona. Eso sí, el partido lo verá en su casa, en Madrid, ciudad en la que hace 25 años rompió la vitrina de las letras españolas con “Lo peor de todo”, para consolidarse poco después como fenómeno literario con “Héroes” (1994), de memorable retrato en la portada: pelo largo y anillos de calavera, tatuajes en los brazos y una cerveza en la mano. Loriga trajo la modernidad a la península, influido por autores norteamericanos, el cine y la música. Vestía a lo Bob Dylan y parecía el miembro de una banda rockera. Aunque nunca aprendió a tocar la guitarra, lo que importaba era la actitud.

Quizás una de las razones para haber sobrevivido al éxito fue porque el escritor madrileño nunca se tomó en serio. Recuerda aquella etapa vivida con inocencia y sorpresa, sin creerse las críticas a veces disparatadamente positivas. Con “Héroes”, publicado cuando tenía 25 años, visitó media Europa, y cruzando el charco, Argentina, Chile, México, Puerto Rico, Colombia. Allí conoció a Rodrigo Fresán, a Alberto Fuguet, a Sergio Gómez. Allí prepararon el golpe al ‘boom’ que significó la antología “McCondo”. El Perú es una deuda que saldará a fines de julio, cuando presente en la Feria Internacional del Libro “Rendición”, su más reciente novela, que viene precedida por los tambores del premio Alfaguara.

El típico narrador de tus novelas siempre ha sido un personaje ‘cool’, cínico, de regreso de todo. En “Rendición”, por el contrario, es un hombre de profunda sabiduría campesina, optimista hasta la ingenuidad. ¿Cuánta vida y experiencia tuya hay en ese personaje?
De experiencia en el campo, ninguna. La primera vez que vi una vaca de niño fue en un viaje programado en la escuela, y estaba sujeta a una máquina ordeñadora. Pero sí me interesaba crear esa voz, ese espíritu de los libros de Juan Rulfo dirigido hacia el mundo de las novelas de J.G. Ballard. Me preguntaba cómo sería ese choque y esa es la esencia de este libro. Por otra parte, le he cogido mucho cariño al narrador de mi novela. No me siento muy distinto a él. Es un personaje nada heroico, tirando a aborregado, mediocre, vulgar, cobarde. Como una persona normal. Le cogí cariño a esa voz. Todos queremos ser más heroicos de lo que realmente somos. Es un hombre que no ha hecho nada malo, sin embargo, puede que sea un estorbo para un futuro mejor. Y ese es su drama.

Ya habías señalado que el tono de la novela tiene mucho de Juan Rulfo…
Cuando me dieron el Alfaguara mencioné a Rulfo porque es una deuda literaria contraída. No es que lo plagie, es que lo amo. Pero para escribir este libro no me he sentado con sus pocos libros delante. Simplemente me ha impregnado, como lo hace Samuel Beckett. Me parece absolutamente vigente.

Hay una pequeña polémica literaria en Lima por un comentario que escribió Santiago Roncagliolo sobre “Cien años de soledad” y la pérdida de su vigencia para los escritores contemporáneos. ¿Qué es para ti la vigencia literaria?
Es una buena pregunta y produce vértigo solo con pensarlo. Supongo que la vigencia es aquella literatura que sobrevive al paso del tiempo significando algo. Está la literatura que nos dice cosas en su contexto histórico, pero hay otra que seguimos leyendo, escrita por autores muertos hace miles de años. A eso yo llamaría vigencia.

“Rendición” supone un enorme cambio en tu obra. ¿Ha sido una transformación consciente?
En este caso, mucho. Mi desafío era escribir un libro en el que nadie pudiera reconocerme. Con todas las diferencias que tienen mis libros, es verdad que tienen cierta voz característica. Aquí necesitaba otra voz para contar esta historia. Por eso tardé ocho años en escribirla. Lo que más me costó fue no despegarme de esa voz. De eso fui muy consciente.

Tu libro es una visión sombría del futuro. Por cierto, he leído que te llevas pésimo con las redes sociales...
No es que me lleve pésimo, es que no me interesan nada. Lo mío es absoluta indiferencia. Sin embargo, me interesa mucho Internet. Estoy todo el día investigando cosas allí. Tengo una curiosidad absoluta por esos temas y por todos los avances tecnológicos, pero no necesito tenerlos yo.

En tu novela “Tokio ya no nos quiere” había realidades virtuales y una estrella virtual japonesa que, al suicidarse, lleva a la muerte a sus admiradores adolescentes. ¿Qué representa para ti lo contemporáneo?
No los gadgets concretos, desde luego. Lo contemporáneo no son los objetos de consumo, el iPhone o la nueva aplicación. Me interesan más bien las ideas y la dirección de estas, cómo estos nuevos objetos de consumo pueden torcer la conducta de la gente y la estructura de las sociedades. Desde luego, no me interesa participar en esa maquinaria de consumo, más allá de mis propias aficiones y mis necesidades básicas.

Has dicho que “Rendición” no tiene nada que ver con el caso real de los refugiados sirios. Sin embargo, como lector no pude evitar recordarlos al leer la primera parte de la novela, donde los personajes deben salir de la ciudad tras los bombardeos.
La novela no tiene que ver con los refugiados sirios, entre otras cosas porque empecé a escribirla hace 8 años. Además, en mi libro, ellos son trasladados a una ciudad mejor. Algo muy distinto a lo que sucede con el caso real.

En el libro, hay una escena en la que aviones bombardean los buses donde viajan los refugiados. Lo terrible es que una escena muy parecida ha sucedido hace muy pocas semanas...
Pasó el otro día, sí, lo sé. Con niños dentro. Digamos que no es la primera vez que se bombardea sobre civiles, con autobuses o sin ellos. Toda guerra conlleva una diáspora, lo hemos vivido siempre.

¿Cómo crees que juega su papel Europa en la actual crisis de refugiados sirios?
Europa está haciendo, como dicen los italianos, una figura ‘di merda’. Por humanidad, no se puede hablar de un mínimo de cupos para luego no cumplir. Mi país, en concreto, muestra una lentitud exasperante. Y claro, está la excusa del terrorismo, que flaco favor hace a todas las comunidades sufrientes, especialmente a las de origen musulmán. Es algo que nos puede pasar a todos. Yo estaba en Nueva York cuando pasó el 11-M y volví a Madrid para vivir de cerca nuestro 11-M en Atocha. Pero eso no debería ser excusa para abandonar las mínimas reacciones humanitarias que se esperan de sociedades que pueden asumir la ayuda.

Luego del largo calvario recorriendo un país devastado, los protagonistas de tu novela llegan a la Ciudad Transparente, donde vivirán felizmente anestesiados. Habiendo escrito mucho sobre drogas, ¿cómo ves que estas hayan dejado de ser símbolo de riesgo y desafío al sistema para convertirse en remedios para encajar socialmente?
Es una cuestión de edad. Los jóvenes que se drogan en Madrid o en Lima siguen haciéndolo por las mismas razones. Lo curioso es ver una sociedad adulta, incluso anciana, que necesita drogas (opiáceos, digámoslo directamente), más o menos enmascaradas debajo de nombres médicos, para alejar la desgracia o el dolor. Todas estas drogas legales están tan expandidas que la necesidad de receta es un eufemismo, pues si no la tienes tú, la tiene el vecino o tu madre. Solo tienes que ir al botiquín y cogerla. Esas drogas mueven miles de millones y tienen a gran parte de la sociedad muy tranquila y muy sujeta. Lo cual no es un problema en sí mismo, si es que a uno no le apetece pensar. Tienes derecho a no hacerlo. Pero no se puede excluir el tema de que no son drogas que ayuden al pensamiento activo o proactivo.

Como tu personaje, que entierra sus armas en el bosque antes de evacuar su pueblo, ¿también has enterrado alguna vez un rifle, simbólicamente hablando?
Sí, siempre he guardado un arma, aunque sea un arma mental, por si fallaba todo. Siempre he tenido la sensación de que el mundo gira muy de prisa y que hay que guardar algún recurso, un naipe bajo la manga.

Aquellos años noventa

​En 1992 publicaste 'Lo peor de todo' y dos años después “Héroes”. En ese libro, aparecías con pelo largo, tatuajes y cerveza en mano. ¿Qué recuerdas de esa irrupción tuya en la escena literaria española?
Te diré que tenía una tremenda tranquilidad amparada en una tremenda inocencia. Cuando publiqué “Lo peor de todo” me sorprendí: de pronto, en unas páginas de “El País” y del “ABC”, las críticas era muy positivas, a veces disparatadamente positivas. Ten en cuenta que publiqué ese libro a los 22 años, lo había empezado a escribir con 19. ¡Y ahora tengo un hijo de 18! Y cuando salió “Héroes” a mi editor de Plaza y Janés Enrique Morillo se le ocurrió poner esa foto en la portada. Yo, al principio, no quería por vergüenza. Cuando me la ensenó, me dijo: “¡Ya no puedes hacer nada porque ya la he mandé a la imprenta!”. Quería saber mi opinión, pero le valía nada. Todo eso lo viví con mucha inocencia, muy entusiasmado, muy divertido. Con “Héroes” fue la primera vez que recorrí Europa y Latinoamérica. Viajé por todo el mundo con ese libro. Disfrute mucho de esa oportunidad. Con lo cual, no me he creado ningún tipo de rencor, ni la idea de pedir perdón por nada. Con “Héroes”, lo que quería era hacer era una especie de disco sin música, porque no sé tocar la guitarra. Pero quería llevar eso a la literatura.

Disfrazarse de Bob Dylan estuvo de moda en los 90. ¿Había que asumir una actitud de músico?
Te diré que jamás fui consciente que había que hacer eso. Al mismo tiempo, tenía amigos escritores como Martínez de Pisón, Marcos Giralt o Belén Gopegui, que vestían muy distinto, mucho más formales. Lo que pasa es que yo me vestía así. Me gustaba el rock, iba a conciertos, pero era escritor. Nunca he querido tener una banda de rock, lo que quería era escribir libros. Para mí era muy natural. Luego me di cuenta que no era tan natural en el mundo de la literatura.

A propósito ¿Cuán responsable eres de las letras de tu ex esposa, Cristina Rosenvinge, cuando cantaba con Los Subterráneos?
Nada, todas las escribía ella. Yo solo escribí “Princesa” (Tu por mí), que la hice yo solo. ”Pulgas en el corazón la escribimos a medias. Como que trabajamos juntos, le ensañaba un libro, le proponía una rima. Pero el resto de las canciones de Cristina son de ella. Yo he hecho pocas letras para los amigos, un poco por jugar. Pero nunca me he dedicado a escribir letras de canciones.

Tu generación vivió los años de oro de la industria editorial, cuando España se creyó rica y sus editores podían pagar jugosos adelantos a jóvenes escritores.
Entonces escribir era una juerga…

En el Perú no había dinero también había esa exaltación por publicar muy joven. Cuál fue la razón de aquella inflación editorial?
Es difícil ser juez y parte. Lo cierto es que, cuando llegaban un manuscrito de un chico o chica de 20 a 30 años, en las editoriales los ponían debajo de la pila. Pensaban en ir primero con los escritores que ya tenían un bagaje, una experiencia en la escritura, que habían pasado los filtros. De pronto, se produjo un fenómeno de histeria que acabó siendo historia. Las editoriales empezaban a buscar en esas pilas de manuscritos los textos escritos por gente de 20 años. Eso produjo un efecto, se abrió la manga ancha a muchas literaturas. Algunas funcionaron, otras no.

¿Qué aportó el espíritu de los 90 a la literatura española? ¿Se sacudió en algo la influencia del Boom latinoamericano?
No lo sé. Cada generación tiene sus escritores y su cosecha. Se suele mirar las décadas para tener una amplitud de mirada y un criterio más formado sobre lo que sucedió: qué fue verdad, qué fue espumoso, qué se ha mantenido. En mi primer viaje a Latinoamérica conocí a Rodrigo Fresán y a Alberto Fuguet. Y cuando me hablaron de colaborar en el libro de “McOndo” me pareció una idea muy divertida. Por mi parte, yo no tenía a ningún padre qué matar. No tenía ninguna mala relación literaria con Vargas Llosa, con García Márquez, ni con Onetti ni con Cortázar. Para empezar, son escritores que me encantan. En esa época eran mis autores de cabecera. Eran los escritores latinoamericanos los que no conseguían quitarse de encima el peso enorme del ‘Boom’. El ‘Boom’ no fue un fenómeno español, a pesar de que muchos de esos escritores explotaron desde España. Con lo cual, no sentíamos ese peso.

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