Omara Portuondo
Omara Portuondo
Dante Trujillo

Entre otras cosas, la sabiduría popular es buenísima poniendo apodos y antonomasias certeros y casi siempre imperecederos. Desde antes de la revolución, en Cuba a Omara Portuondo la llaman “la novia del filin”. Y no solo por el sentimiento que le pone a la música y a la vida, que en su caso vienen a ser lo mismo; sino por ser la máxima intérprete de ese ritmo isleño mezcla de jazz, de son, de bolero, de bossa nova y de blues que se baila pegadito desde que los trovadores isleños lo pasearan de casa en casa, de barrio en barrio a cambio de nada más que un público entusiasta, quizá algo de comer, un vasito de ron, durante la primera mitad del siglo pasado.

“Eran solo notas musicales, sabes, las mismas de siempre, más el aporte de sensibilidad que le dábamos. Yo ya cantaba y andaba con ellos, por eso lo de ‘la novia’. Me tenían cariño porque era la más jovencita de ese grupo de muchachos. Imagínese que era mucho más joven que ahora”. Y se carcajea. Durante toda la charla, desde su sillón favorito en un piso doce del barrio de Vedado, en La Habana, Omara Portuondo, la única mujer de ese dream team conocido como Buena Vista Social Club no para de reírse, de canturrear, de irse por las ramas, de hacer repreguntas. Responde lo que le da la gana con una dulzura que desarma, que fulmina el cinismo. Solo queda seguir su ritmo y tratar de no desentonar.

Es el solsticio de verano: 32 grados y el Caribe reverbera infinito tras las ventanas de su departamento.

—El encanto de la isla—
Aunque muchos la conocieran recién tras aparecer al lado de Ibrahim Ferrer interpretando “Silencio” en el célebre documental de Wim Wenders, Omara Portuondo canta desde que puede recordar. Hija de una mujer de origen español y acomodado y un negro beisbolista, en su casa la música era como los frijoles y la caña: alimento. Sus padres habían contravenido todo por su pasión, y la expresaban cantando. La pequeña Omara vincula la felicidad con el ritmo y el amor cuando se ve a sí misma haciéndole la segunda voz a su padre en “La bayamesa”.

Primero quiso ser bailarina de ballet clásico, pero “simplemente era imposible que una mulata lo practicase”. Empezó entonces en el coro del colegio, pero tampoco es que dejara de bailar. De hecho, a los 15 años comenzó a hacerlo al lado de su hermana Haydée en el Tropicana, cuando le tocó reemplazar a una chica accidentada. De ahí, vista y escuchada la gracia, la llamaron a corear en la orquesta Anacaona y poco después, en 1952, junto a su hermana y otras dos muchachas, empezó en un grupo que dirigía la pianista Aída Diestro. Fueron años agitados, de gloria y de revueltas políticas. De este último tema no le gusta hablar mucho, o se hace la que no escucha. Sin embargo, no niega su admiración por Fidel Castro (“Uy, tenía una linda voz”) y relata que hacía gustosa trabajo comunitario, llevando su voz a la zafra.

Portuondo recuerda con emoción sus 15 años con el Cuarteto D’Aída: las giras por distintos países, el cariño del público, el compartir escenario con pares un poco mayores como Olga Guillot y Celia Cruz. Comienza entonces un popurrí de compositores, músicos, grandes nombres como Bola de Nieve, Pedro Vargas, Rita Montaner, Benny Moré, Edith Piaf (“tenía temperamento. Todos lo tenemos, pero ella más”), aunque claramente un santo sobresale en su altar sonoro: “es que usted no sabe lo que era Nat King Cole”. Y cuenta cuando se presentaba en el Tropicana, y las chicas del cuarteto, que lo teloneaban, bajaban de inmediato para apreciarlo. “Era lindo de ver, con cuánto amor y generosidad hacía lo suyo, tan caballero. Un tipo normal, y a la vez excepcional. Y recuerde que aquí en Cuba grabó sus canciones en español”. Y se manda a cantar los primeros versos de “El bodeguero”.

En 1958 lanzó su primer álbum solista, “Magia negra”, donde combinaba composiciones versionadas de Duke Ellington con música cubana. Y filin, claro. Con este disco se dio un hecho insólito: Portuondo volvió a grabarlo 56 años después, en el 2014, esta vez acompañada por músicos contemporáneos, como su nieta Rossio Jiménez Blanco.

En 1967 el cuarteto se separó, y la diva siguió su carrera con éxito, cantando —de hecho, en 1972 vino por primera vez al Perú para participar en el Festival de la Canción de Agua Dulce—, publicando discos, haciendo películas. Viviendo a su ritmo, que no es poco. Y así hubiera seguido si no fuera porque en 1997 una serendipia le cambió el compás.

—La dama de las gardenias—
El guitarrista y productor con alma de antropólogo Ry Cooder había llegado a La Habana para grabar a unos músicos cubanos y africanos, pero estos últimos no llegaron a la cita, y Cooder se quedó tirando cintura. Y sin querer una cosa fue llamando a la otra, un músico viejo al de más allá, y nació el mito de Buena Vista Social Club.
Nació, que no resucitó. Contra lo que muchos pudieran suponer, el Buena Vista no fue un cabaret sofisticado, ni siquiera se trató de una sala de espectáculos propiamente dicha: “Era un centro social, deportivo, donde se juntaba la gente de ese barrio. Un sitio popular, donde los fines de semana se bailaba danzón, en familia”. Sin embargo, algunos de los tigres de la orquesta que formó Cooder, como Compay Segundo, Pío Leyva, Rubén González o Cachaíto López, sí que tocaron ahí. ¿Y también Ibrahim Ferrer? “Fíjate que no. Jamás hasta entonces pasó de hacer la segunda voz. Y cuando llegó lo del disco estaba en la ruina: ¡lustraba zapatos!”. Por eso, por haber sacado del olvido o de la pobreza —o ambas— a una serie de viejos talentos, Omara Portuondo le estará siempre agradecida a Cooder, primero, y a Wim Wenders después, por el documental que terminó de mundializar su fama.

Se asombra cuando cae en la cuenta de que ya pasaron veinte años desde entonces. “A mí me iba bien, pero la verdad es que no me imaginaba lo que iba a ser eso, el éxito. Pero pienso que no tenía por qué no tenerlo, tampoco. Tenía, teníamos, mucha calidad”. De inmediato cambia de humor, y la voz se le ensombrece al recordar a los compañeros caídos, la mayoría. Y vuelta a alegrarse, y canturrea una vieja canción de Benny Moré. Luego dice: “Fue una sorpresita linda de esas que a veces le da a uno la vida, ¿tú me entiendes?”.

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Ha grabado tantos discos que ya ni recuerda cuántos, colaborado con todo tipo de artistas, de Alejandro Sanz a Orishas, Julio Iglesias y María Bethania, y su nuevo “novio”, el Cigala. Prepara dos nuevas placas, sale de gira. Ha visitado casi todo el mundo, pero siempre espera volver a su casa, porque “soy sana, sabrosa y cubana”.
Habla de Chabuca Granda, de Susana Baca, de Perú Negro. Dice que le emociona volver al Perú, y habrá que creerle. El 15 de julio podremos verla en el escenario del María Angola con su clásico turbante y agitando alguna túnica colorida, llenándolo todo de su voz, su preciosa voz, su sentimiento.

Omara Portuondo tiene casi 87 años, un hijo, una nieta que adora, sus canciones, el recuerdo de quienes no están más, el amor de su pueblo. Y mucha vida por delante.

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