RAFAEL VALDIZÁN

El rock ha muerto, he escuchado por ahí. Hipérbole o no, lo que sucede en Lima tiende a reforzar esa sentencia. Del 2007, cuando llegó Roger Waters, a este año que ya se apaga, hemos pasado del júbilo máximo de creernos una ciudad acoplada al circuito rockero mayor de Sudamérica al desconsuelo de una realidad distinta: recintos ralos de gente que contrastan con la fiebre que parecía dispararse en las redes sociales; conciertos cancelados por razones logísticas (eufemismo útil para evitar el roche de admitir la escasa demanda de boletos); mientras vemos, con sana envidia, cómo otros ritmos –como la salsa– siguen llenando espacios.

El caso emblemático, este año, fue la cancelación de Black Sabbath. Una leyenda que en países vecinos fue capaz de abarrotar estadios. Hubo factores definitivos: el excesivo costo de las entradas, pese a los esfuerzos de los empresarios por explicar las razones de ello; la falta de compromiso de los fans que, pudiendo hacerlo, no adquirieron boletos (¡era Black Sabbath, señores!), y una realidad socioeconómica que no podemos soslayar: hay un gran bolso de seguidores de la banda de escasos recursos financieros.

También se canceló la visita de los Kings of Chaos: Slash, Glenn Hughes, Joe Elliott, Duff McKagan, Gilby Clarke, etc. Ellos debían dar un concierto repleto de canciones pertenecientes a sus bandas de origen: Guns N’ Roseshttps://elcomercio.pe/tag/128088/guns-n-roses, Deep Purple, Def Leppard pero tampoco hubo respaldo del público limeño (y no era cosa de entradas caras).

El panorama luce gris. Y pese a que para el 2014 se ha confirmado a Metallica, Soundgarden, Sonata Arctica y Doro Pesch, ignoro si seguiremos cuesta abajo. ¿Fue, entonces, una moda? ¿Una fiebre relámpago? ¿Somos, en serio, un país rockero? Para pensarlo.