Yuval Noah Harari: futuro imperfecto
Yuval Noah Harari: futuro imperfecto
Dante Trujillo

La buena noticia es esta: luego de setenta mil años de evolución, en las últimas décadas nuestra especie, el Homo sapiens, ha logrado controlar el hambre, la peste y la guerra, los tres grandes males que la asolaron desde la revolución agrícola con miedo y muerte. No hablamos de superación, sino de dominio de las lacras, que han dejado de ser ya fuerzas incomprensibles de la naturaleza. 

El hambre fue, por milenios, el peor enemigo de la raza humana. La mala suerte, una broma climática o la idiotez de los gobernantes podían provocar miles de pérdidas humanas en un plazo corto: el mal tiempo malogró las cosechas europeas a fines del siglo XVII, provocando que el 15% de los franceses –unos 2,8 millones de individuos– murieran entre 1692 y 1694. Mientras tanto, los agricultores, desesperados, le rogaban a Dios que cayera la lluvia. Sin embargo, durante el último siglo, los progresos en la tecnología, la economía y la política han generado una red de seguridad que aleja a hombres y mujeres de casi todo el mundo del umbral biológico del hambre: hoy millones de personas lo pasan o sufren de desnutrición, pero pocas –en términos históricos– mueren por ello. En el 2014, mientras 850 millones de humanos sufrían desnutrición, más de 2.100 millones tenían sobrepeso (se calcula que al 2030 la mitad de la población será obesa). En el 2010 el hambre y la desnutrición juntas acabaron con un millón de personas, un tercio de lo que provocó la obesidad. 

La peste, las enfermedades infecciosas claramente han reculado también. En la década de 1330 murieron en Eurasia entre 75 y 200 millones de gentes sin entender la razón. Con las conquistas de los nuevos mundos, la población se diezmaba por enfermedades desconocidas. Hace solo cien años, la gripe española acabó con entre 50 y 100 millones, mientras que todos los muertos de la Gran Guerra, en el mismo tiempo, sumaron 40 millones. Se podría suponer que la globalización incrementaría a niveles insospechados el flagelo, pero lo cierto es que los científicos han venido trabajando seriamente en el control de epidemias: actualmente gozamos de la menor tasa de mortalidad infantil de toda la historia. El SARS, las gripes porcina y aviar, el ébola realmente alarmaron más que el daño que provocaron. Aunque no se haya curado el VIH, hoy es posible, si se tiene el dinero suficiente, contener el desarrollo del mal y seguir disfrutando de calidad de vida. Lo más probable es que estemos cerca de la cura del cáncer.

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Por último, la guerra –la violencia en general–  fue siempre otro motivo normal y aceptado para partir de este mundo: antiguamente era responsable del 15% de las muertes. En el siglo XX cayó al cinco, y en lo que va del nuevo milenio estamos en cerca del uno por ciento. Y para aclarar más la imagen: el 2012 fallecieron unos 56 millones de personas en el mundo, de las cuales 620 mil lo hicieron debido a la violencia (120 mil por todas las guerras en curso más medio millón en crímenes). Ese mismo año, se suicidaron 800 mil individuos, y 1,5 millones murieron de diabetes. En el 2010, la obesidad y los males asociados mataron a tres millones de personas, y los terroristas a 7.697 (en la mayoría de los casos las reacciones desmesuradas para repelerlo producen más muertes que el terrorismo en sí). Como indica el señor que inspira estas líneas: hoy el azúcar es más peligrosa que la pólvora. 

Pues muy bien, así estamos. Pero ahora que empezamos un nuevo milenio, habiendo superado los principales azotes conocidos del planeta que hemos transformado a nuestro gusto; que la ciencia en todos los campos logra diariamente hazañas impensadas hace solo décadas; que vivimos una realidad aparentemente más armónica y responsable, ¿qué nos espera? ¿Acaso el inicio de una nueva época, más feliz y justa para todos?

Quizá. Pero es muy probable también que sea el momento de las malas noticias.

UNA VOZ CALMA EN EL DESIERTO
Esta semana ingresa a las librerías locales “Homo Deus”, el muy esperado volumen de Yuval Noah Harari tras el éxito de “Sapiens. De animales a dioses”. En “Sapiens”, Harari revisaba la breve historia de los animales que somos: si consideramos que los primeros chispazos vitales en el planeta se dieron hace cuatro mil millones de años, los dinosaurios se extinguieron hace 65 millones, el australopithecus vivió hace cinco y el sapiens tiene apenas 70 mil años, nuestro relato conocido, digamos desde las sociedades agrícolas –y ni qué decir de la realidad como la reconocemos, es decir, la era humanista– es una palabra al final de un libro muy gordo. Lo fascinante es entender cómo en tan poco tiempo nos volvimos la especie dominante, los amos totales, y lo que será la siguiente etapa en esa aspiración de convertirnos en dioses terrestres. Las palabras que seguirán escribiéndose en ese gran libro durante el próximo siglo. Porque lo mismo que nos convirtió en humanos nos hará divinos. Lo que nos hizo vencer el hambre, la peste y la guerra, ¿nos hará triunfar sobre la muerte? Ahora mismo ese es solo un problema técnico.

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Yuval Noah Harari es un historiador de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Un judío mizrají, hijo de libaneses, que aún no cumple 41 años, y que si bien ya había publicado una serie de libros sobre historia bélica, se hizo mundialmente famoso hace poco más de dos años, tras la edición de “Sapiens”, un texto que ha vendido más de un millón de ejemplares en 30 lenguas, favorito de Mark Zuckerberg y de Oprah Winfrey, y que en nuestro país, incluso, representó un hito para un libro de no ficción: agotó todos los ejemplares, a tal punto que, junto con la entrega de “Homo Deus”, se anuncia una impresión local del volumen.

El éxito se debe a una combinación inusual de cultura oceánica; una inteligencia fuera de serie, capaz de hacer múltiples interconexiones con la información que se posee y aventurar hipótesis sensatas con gran facilidad; y, lo que al fin y al cabo termina seduciendo, un innegable talento narrativo, capaz de explicar grandes temas con sencillez y fluidez (uno no puede dejar de pensar en qué escribiría Harari si se inclinara un día por la ficción). En “Homo Deus” no hay ni una sola página sin al menos un dato interesante, nuevo, revelador o desconcertante. Es un libro de lectura moralmente obligatoria para todo aquel que quiera comprender de manera cabal, con valor, el mundo en el que vivimos, y el que le tocará a nuestros hijos, a nuestros nietos.

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“Homo Deus” se trata de lo que nos espera. Un estudio prospectivo de casi 500 páginas que exige que antes entendamos que los humanos debemos nuestro éxito a la capacidad de crear ficciones, como la religión o el dinero. Esas ficciones nos permitieron, a diferencia de los tigres o los neandertales, reunir elásticamente inmensas cantidades de individuos en colectivos homogéneos alrededor de conceptos como reino, país, Dios o equipo de fútbol, lo que a su vez permitió generar poderosas unidades colectivas: si el sapiens triunfó sobre el neandertal, según Harari, no fue sino por su mayor capacidad de crear ficciones. O mentiras, si se quiere.

De acuerdo con el autor, una religión es un conjunto de normas para regir la conducta garantizado por una autoridad superior, que puede asegurarse a través de una divinidad o por una ley de la naturaleza (la química no es religión porque, aunque se sostenga en leyes naturales, no redunda en juicios morales o reglas de convivencia. El ajedrez tampoco lo es pues, aunque dicte normas, estas las inventamos nosotros y las podemos cambiar cuando queramos). Así, religión sería la mitología griega, el cristianismo; pero también el budismo, el nazismo y el humanismo liberal. Egipto estuvo regido por las ficciones de los faraones durante tres mil años, los papas se acercan a los dos milenios, el humanismo –la segunda gran revolución después de la agrícola– tiene unos tres siglos, y su nueva promesa es, gracias a su brazo tecnológico, la inmortalidad. Ello mismo está mutando involuntariamente –o no– en una nueva fe: el datismo.

EL MAÑANA NUNCA MUERE
Un algoritmo es un conjunto de operaciones sistemáticas que permite hacer un cálculo y hallar la solución de un tipo de problema o situación. Una fórmula, que según el caso sirve para hacer una torta o calcular el área de un predio sea donde sea. Según Harari, todo organismo es un algoritmo, la vida es procesamiento de datos, y nada impide que esta continúe indefinidamente. Ni siquiera hace falta que lo entendamos, los sistemas informáticos lo harán por nosotros: igual podremos predecir maremotos, recomendar tratamientos médicos, escoger bebes sanos –y luego bellos, y luego inteligentes y fuertes–, lo que queremos oír para sentirnos bien, los libros que más nos gustan antes de comenzarlos. Entonces, si los algoritmos nos conocerán mejor que nosotros mismos, gracias a la información que le brindamos a la big data a través de nuestras cuentas de correo, tráfico en redes sociales y teléfonos celulares, ¿tiene sentido que dejemos en sus manos nuestro futuro? Siempre según Harari, sí. Es lo que muy probablemente sucederá, nos guste o no.

La vida está compuesta de una serie de interacciones donde nuestras debilidades provocan la mayoría de inconvenientes: tenemos accidentes automovilísticos por nuestros errores, llevamos vidas poco saludables, los médicos cometen negligencias, y así. Pero la ciencia vendrá en nuestro rescate. El futuro, gracias a los avances en genética, en nanorrobótica, en inteligencia artificial, en ingeniería biométrica, traerá un ser humano “reloaded”. Y superar el escollo de la muerte es cuestión de tiempo, de décadas: según los más optimistas, como los ingenieros del proyecto Cálico, auspiciado por Google, hacia el 2050 habrá humanos capaces de vivir por 500 años. ¿Trazarse ese objetivo es un error? Quizá, pero la historia está repleta de grandes metidas de pata. Además, el avance del progreso es tan frenético que, si pisáramos el freno (por demás, imposible), la civilización se empotraría contra el parabrisas.

Antiguamente los hombres creían desempeñar un papel en el plan de Dios que daba sentido a su existencia. Pero la arremetida de la ciencia y la ilustración (el humanismo) saboteó la fe en la obra celestial, nos quitó vendas y límites. De nosotros solamente depende vencer los males que nos aquejan. Seremos todo lo que queramos ser. Nos toca el turno.

Entonces, vencidos los cuatro flagelos de la humanidad, ¿qué sigue? Simple: el fin de nuestra especie como la conocemos. Sale el Homo sapiens, entra el Homo deus.
¿Cómo hemos llegado al filo de la  extinción para tratar de ser como los dioses? El impulso, según el autor, proviene del humanismo, y su victoria será al mismo tiempo su fin.

Un cambio así no sucederá, claro, tranquilamente. Entonces la mayoría de humanos perderá utilidad económica y militar, por lo que el sistema económico y político dejará de darle valor… salvo a los miembros de la nueva élite. El mundo ya no estará separado en ricos y pobres, sino en superhumanos, masa útil (para imaginar cómo será la relación entre ambos basta pensar en el tratamiento que le damos a los animales de granja) y una inmensa población prescindible. No se trata de ciencia ficción distópica, sino de un futuro al que ya estamos arribando.

Resulta temerario vaticinar cómo será el 2100, pero muy posiblemente la mayoría carecerá de espacio. Harari cree que el poder individual, celebrado por el liberalismo, resultará limitado, pues este se halla ya mismo en las redes. El datismo será la nueva religión dominada por una casta hiperconectada, rica, inmortal. 

Por eso la importancia de entender. Por eso el valor de amar la vida como la conocemos. Por eso la necesidad de apagar un poco todo, en la medida en que queramos seguir siendo, simplemente, humanos.

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