Lo que ha pasado con el Gobierno y la Corte Suprema (CS) en el tema de la pesca de anchoveta es una historia de abierta burla del primero frente a la jurisdicción de la segunda y, por lo tanto, de rebeldía ante la ley como tal.

La historia –en muy resumidas cuentas– va así. El Gobierno dictó un decreto que prohibía la pesca industrial hasta las primeras diez millas, dejando las mismas como exclusivas y liberadas (es decir, sin límite de cuotas) para las embarcaciones pequeñas y artesanales siempre que pescaran para el consumo humano directo (“preferentemente” en el caso del espacio que va de la milla 5 a la 10). Mientras tanto, los botes industriales, que, a diferencia de los anteriores, sí cuentan con cuotas máximas de pesca individuales y un sistema de control vía satélite, podrían operar solo a partir de la milla 10.

La idea del gobierno era preservar la biomasa de anchoveta de una sobrepesca.

¿Sobre la base de qué suponían nuestras autoridades que la manera de lograr esto último era creando una zona libre justamente para las embarcaciones cuyo volumen de pesca individual no es controlado? Pues, aparentemente, sobre la base de una visión bucólica sumada a una visión miope de la pesca pequeña y artesanal.

La visión bucólica: a diferencia de los industriales, a los pescadores pequeños y artesanales les interesaría pescar solo en las dimensiones necesarias para el consumo humano directo y no en las que exigen, por ejemplo, las fábricas de conservas.

La visión miope: como son chicos, estos barcos tienen bodegas pequeñas y, por lo tanto, tienen su límite de pesca intrínsecamente instalado.

Ciertamente, no hubo una base científica. Nadie tomó en cuenta, por ejemplo, que el año anterior a la dación del decreto en cuestión solo el 1,6% del total de anchoveta capturada fue a parar a los mercados de consumo humano directo. O que, de hecho, según la investigadora Elsa Galarza, de la Universidad del Pacífico, únicamente la industria conservera capte el 77% de la anchoveta que se pesca en el país. O que, en fin, de acuerdo con el experto Francisco Miranda, el último año la flota de embarcaciones de menor escala haya capturado un 68% adicional a la cuota global que hubiese sido admisible.

Aparentemente, que a los pescadores artesanales y pequeños les interesase exactamente lo mismo que a los grandes –maximizar su utilidad– y por lo tanto vender su anchoveta a quien paga más por ella (las industrias) no era una opción en el esquema mental del gobierno.

Por otra parte, a la hora de tomar en cuenta los límites de las bodegas, tampoco parece habérsele ocurrido a los autores del decreto que las bodegas pequeñas no son una garantía para la no depredación: depende de cuántas sean esas bodegas pequeñas (solo el número de embarcaciones artesanales supera las 16.000) y de qué tantas veces salgan a llenarse en un año.

Así pues, tiene sentido que la CS encontrase que el Gobierno no tenía ninguna base objetiva para establecer esta diferencia de derechos entre las embarcaciones industriales y las pequeñas y artesanales, y que, por lo tanto, declarase inconstitucional el decreto supremo del Gobierno, mandándole reemplazarlo por uno nuevo que “respete […] la Constitución”.

La respuesta del Gobierno a esta sentencia, sin embargo, ha sido la burla de la que hablábamos: un nuevo decreto que sigue reservando las primeras 10 millas para las embarcaciones pequeñas y artesanales, con la salvedad de que ahora en ninguna parte de ellas cabrá pescar “preferentemente” para el consumo humano, sino solo “exclusivamente”. Es decir, ni siquiera se preocuparon por disimular su rebeldía. Saber si estos botes pescan “exclusivamente” para el consumo humano directo es tan inviable como saber si lo hacen “preferentemente” porque no hay forma de seguir su carga hasta su destino final: es una empresa imposible monitorear a dónde es llevada la pesca que cada una de estas pequeñas embarcaciones puede desembarcar en los miles de puntos que, a diferencia de las grandes, tiene disponibles en un litoral de 3.080 kilómetros.

El Gobierno, en fin, tendría que anular este nuevo decreto y reemplazarlo por uno que, sin prejuzgar a grandes ni pequeños, establezca un mismo sistema de cuotas individuales con control satelital para todos. De esa forma, además de establecer un sistema que no parta del prejuicio, cumpliría con lo que –se pensaría– es el más básico de los deberes de una autoridad: ponerse a derecho.