Llevaba meses obsesionado con la llegada del momento en que se anunciaría la muerte del presidente venezolano Hugo Chávez.

Desempeñándome entonces como corresponsal de BBC Mundo en Caracas, lo soñaba literalmente y lo vivía imaginariamente. Los desmentidos que desacreditaban los rumores y los rumores que desacreditaban los desmentidos sobre la siempre misteriosa enfermedad que aquejaba al carismático líder -un cáncer en la región abdominal, sin nombre ni coordenadas precisas se habían intensificado desde que Chávez voló a Cuba para una segunda intervención quirúrgica.

En febrero, había regresado a Caracas en una camilla, algunos pensaban que a morir en paz.

Yo ya estaba agotado.

Todas las llamadas y todas las horas delante del televisor me dejarían poco más que mareos. Cuando llegó la noticia que unos esperaban con ansias y otros temían, me enteré por casualidad.

Andaba por la calle en el barrio opositor de Los Palos Grandes, en el este de Caracas, cuando escuché a un señor decir al teléfono: ¡Que el presidente murió!

–¿Qué acaba de decir? –le pregunté, agarrándole el brazo.

–Lo está anunciando (el entonces vicepresidente Nicolás) Maduro en cadena –respondió.

En efecto, aquel 5 de marzo, a las 16.25 hora local, a la edad de 58 años, y tras una batalla de dos años contra el cáncer, había fallecido en Caracas Hugo Rafael Chávez Frías.

Entonces me di cuenta de por qué habían empezado a sonar las bocinas: estaban celebrando. En un país dividido en mitades que giraban en torno a su figura, aquel rincón de la capital era uno de los que consideraba que la muerte de Chávez era motivo de júbilo.

En cuanto a mí, la respuesta del desconocido me dejó de una pieza. Sin embargo, no pasó mucho antes de que empezara a pensar en la avalancha de cosas que tenía que hacer. No sabía ni por donde empezar.

No era sólo el hombre que había gobernado Venezuela 15 años para cambiarla más allá de lo reconocible. Había muerto un personaje histórico, un hombre sin el que no se podrá entender el curso de la política de América Latina en el siglo XXI.

La realidad confirmaría en breve que lo que se avecinaba era una maratón: hubo el multitudinario traslado del féretro en procesión, puntuado por el llanto de innumerables chavistas desconsolados, lágrimas y más lágrimas. Hubo horas de fila para pasar por la capilla ardiente. Hubo la locura de organizar la logística para los más de 20 periodistas que iba a enviar la BBC y sobre todo, en el horizonte, otras elecciones presidenciales.

El mundo entero ponía los ojos sobre Caracas. Y por un segundo, allí seguí yo, no más que viendo marcharse al señor que me dio la noticia, escuchando las bocinas.

La segunda casualidad me sacó del estupor: me encontré con Rafael Chacón, compañero venezolano de BBC Mundo que estaba de vacaciones en Caracas. Ajeno a la noticia, iba camino al teatro, según me contó después.

¡Ya está, ya está!, le grité. Ni paré, seguí corriendo. Lo dejé con la palabra en la boca A él se le apagó la sonrisa. ¡Vente para mi casa!, le dije.

Pero ese no era mi destino, sino el apartamento donde tenía una especie de base de operaciones con Irene Caselli, mi compañera de los servicios en inglés de la BBC.

Allí vi el final de la intervención de Maduro, escribí algo en Twitter y mandé a varios editores de la BBC el que puede ser el correo más sucinto de mi vida: sólo leía Dead (muerto).

Entonces me acordé de Irene y pensé que desde la azotea en la que estaba transmitiendo en vivo tal vez no se había enterado de nada. Me la encontré acurrucada en el suelo, peleándose con la computadora, al pie de una cámara llena de magulladuras de las veces que el viento había aprovechado un trípode defectuoso para tirarla al suelo.

Fui al grano. Su cara me dijo que se estaba enterando por mí. Salí corriendo. No hacía más que correr.

Los rumores llevaban varias semanas disparados hasta tal punto que no daban ningunas luces. Ya no valía ninguna fuente que no fuera el anuncio oficial.

Pero aquel 5 de marzo era fácil darse cuenta de que algo importante estaba pasando. Las reuniones de Maduro con altos mandos militares, los encuentros con la cúpula chavista, el tono de sus discursos, las amenazas, la expulsión de diplomáticos estadounidenses. Incluso para lo que venía siendo el surrealista día a día informativo de Venezuela, aquel día, era el más raro en meses.

Rafael y yo volvimos a la calle, que se llenó de gente tratando de volver a casa. Se había adelantado la hora de la congestión de tráfico, con atasco mayúsculo, aunque sorprendentemente ordenado. Todo el mundo iba a paso ligero. La mayoría con el celular de orejera, aunque las comunicaciones estaban congestionadas.

El ambiente estaba tranquilo, con la excepción de un campamento en que los estudiantes que protestaban por la falta de información sobre la salud del presidente, y que había sido desmontado a las bravas. Ya aparecían las banderas a media asta.

Ajenos al éxodo, o más bien aprovechándolo, estaban los vendedores de perros calientes, que seguían a lo suyo, despachando salchichas.

En el centro de Caracas de tradición chavista cientos de seguidores del fallecido mandatario estaban concentrados. Para entonces, ya nos habíamos enterado de que la policía estaba desplegada en Globovisión para evitar altercados. El canal era la bandera de la oposición a Chávez y no pocos temían que algunos radicales la emprendieran contra sus periodistas.

También sabíamos de la agresión a una periodista colombiana en los alrededores del Hospital Militar, donde falleció Chávez y donde el ambiente era demasiado hostil con la prensa.

En la plaza Bolívar, el luto era abrumador. Chávez puede haber sido el gran polarizador de los venezolanos, pero nadie puede poner en duda la devoción que le profesaban los suyos. Todo eran muestras de amor verdadero, de desolación por la pérdida.

El ambiente era tenso, pero sobre todo triste. Y de nuevo, otra casualidad. Me encontré con bastantes chavistas conocidos, gente que había entrevistado por una cosa u otra.

Uno era Manuel Díaz, activista del populoso barrio de El 23 de Enero. La primera vez que hablé con él era pura energía. Manuel tenía un discurso tan incendiario que creyó que no publicaría lo que me dijo. Pero el 5 de marzo era otra persona. Allí estaba, sentado, encogido, golpeado. El único momento en que sonrió fue cuando me contó el día en que le dio la mano en persona a Hugo Chávez.

Manuel era uno de quienes estaban convencidos de que el cielo se había puesto rojo en el momento en que murió. Me señalaba al cielo, entre los árboles de la plaza, pero yo sólo veía el reflejo anaranjado de las farolas en las nubes. En cualquier caso me pareció la metáfora perfecta para contar la devoción de los chavistas por su líder.

Irene tenía que hacer un reportaje para televisión y, para salir un poco más formal, sacó del bolso un saco rojo. Con las prisas, no había pensado que era el color que identificaba a los chavistas. Nos reímos. Ahí estaba ella delante de la cámara, vestida de rojo, el mismo rojo que inundaba la plaza. La cuarta casualidad o algo para que lo estudie el psicoanalista.

El reportaje era en inglés y eso me inquietaba un poco. Chávez era un reputado crítico de Estados Unidos y temía que la gente nos confundiera con estadounidenses.

Irene hizo su pieza y no pasó nada. De hecho, se repitió la experiencia que caracterizó el año y medio que pasé reportando en el país: los venezolanos son amables y aunque a veces quieran evitarlo, no pueden, es su naturaleza.

A las diez de la noche ya casi no había nadie en la calle. En las ventanas se adivinaban el translucir de las televisiones. Todo el mundo estaba pendiente de lo que estaba pasando, a puerta cerrada. Si se adelantó la hora punta, también se adelantó la madrugada. A las diez de la noche el silencio era de las dos de la mañana.

De regreso a la casa, no dábamos más. Sin demasiada lucidez, escribí a toda prisa una nota que fue y volvió de Londres. Me había representado aquel momento tantas veces y a la hora de la verdad, me venció la intensidad de los hechos.

Irene seguía trabajando en la sala cuando me quedé dormido, como a las tres de la mañana. A las seis ya estaba despierto, precisamente gracias a Irene. Desde la otra habitación, sonaba su teléfono. Por su respuesta, resultó fácil adivinar que desde Londres le preguntaban si ya estaba despierta: Now I am (ahora lo estoy).