BRUNO RIVAS El Comercio

Lo escucho en movimiento, como ha sido toda su vida. Se encuentra en algún lugar del mundo, incógnito, como dice haber aprendido a estar. El reconocido periodista y escritor estadounidense Jon Lee Anderson está de misión, pero accedió a conversar por teléfono con El Comercio. Este Diario se comunicó con él gracias a la Red Peruana de Periodistas Culturales y pudo hablar sobre su trabajo y de los cambios que se han dado en el mundo.

Usted ha señalado que ahora los periodistas no suelen hacer preguntas incómodas a los gobernantes porque temen que luego se les niegue el acceso a la información de los círculos del poder. Sin embargo, tuvo acceso a la intimidad de Hugo Chávez y fue invitado por el Gobierno Iraní a entrevistar a Mahmud Ahmadineyad pese a que nunca dejó de ser crítico de ellos… Estos individuos, a pesar de que comparten el síndrome del poder y algunas cualidades, no forman parte de un grupo homogéneo. Sus excentricidades y peculiaridades influyen en lo que deciden hacer y las coyunturas ayudan o complican mucho. Chávez y Ahmadineyad compartían una vertiente histórica contemporánea que se considera la segunda generación antiimperialista. Además, son muy mediáticos, son hombres de esta época. Ambos se creían revolucionarios, casi evangelistas. En cada oportunidad que tenían de hablar con alguien la aprovechaban para predicar un poco. Eran muy diferentes culturalmente, pero en ambos casos me tuvieron presente en su horizonte. Para su esquema mental, rompía el molde del periodista yanqui. Además, pese a que operaban en cámaras de eco, buscaban la contención. A veces no necesitaban tanta alabanza sino una mirada crítica.

También es posible pensar que lo buscaban porque en sus escritos trata de ser equilibrado y neutral. Sin embargo, en su reportaje sobre el dictador liberiano Charles Taylor se salió del cuadro al pedir que alguien le haga un favor al mundo liquidándolo… Taylor era un sanguinario. Estar con él era como estar con un asesino en serie. Si bien algunos de los otros dictadores con los que me encontré, como Pinochet , no eran de mi agrado, tenían una construcción ideológica que tenía su lógica. En Taylor no había una lógica, cálculo político, ideario ni filosofía justificable. Solo lo motivaba la avaricia material y del poder. Se ufanaba de su maldad y vivía para la muerte. Eso pocas veces lo he sentido.

Pensando en su libro de reportajes africanos La herencia colonial y otras maldiciones , títulos similares se han referido a lo ocurrido en Latinoamérica durante el siglo XX. ¿Usted diría que la África actual es comparable a la Latinoamérica del siglo pasado? Hasta cierto punto sí, pero con las diferencias del caso. África es el continente más antiguo, de allí proviene el hombre. Es el continente explotado por excelencia. Es el lugar a donde han llegado más tardíamente la revolución industrial y sus legados, bonanzas y nociones como la democracia. Es también la parte más tribalizada del mundo y se resiste a la noción de nación-Estado impuesta en el último siglo. Pero si bien hay un montón de atenuantes, hay mucho en común. América Latina y África tienen más en común que el resto del mundo por el legado colonial. Además, América Latina se ha nutrido de los africanos que han enriquecido y complicado sus poblaciones. Pero cada cosa en su sitio. No es comparable este siglo con el anterior tampoco por las nuevas tecnologías y comunicaciones. Uno puede vivir en una choza en su gueto y tener un Blackberry . Eso no era posible en 1860. Quizás estamos en una coyuntura híbrida y África lo es. Hay que ver el legado y al proceso transformador de África como una experiencia híbrida que combina todo lo anterior con lo propio de ahora.

Si seguimos haciendo la comparación, lo que vemos en el África actual son las revoluciones que ya no se dan en América Latina. Usted ha señalado que antes los pobres del continente veían como una opción para salir de su condición el insertarse en guerrillas, pero que esa situación ya no se da más. Ahora los pobres se unen a las maras o a las pandillas… En África hay todavía guerrillas y las habrá un tiempo. América Latina está en un período difícil de analizar y por eso es difícil llegar a conclusiones. Lo que es obvio son ciertos patrones que están en auge. Uno de los patrones de comportamiento es la degeneración de la sociedad y la transformación de los pobres en grupos con nuevas expectativas materiales y que están muy afectados por la hamponería. El flujo de dinero a través del comercio negro, la criminalidad, la delincuencia y las economías ilegales es un fenómeno nuevo. No existía hace cincuenta años. Ha causado una degeneración de la sociedad que ha llegado a niveles grotescos. Esto hace que los sectores sociales que antes eran más propensos a mensajes sociales y políticos que los llevaban a empuñar armas para una hazaña política ahora se dediquen a la hamponería. Tienen su propia idiosincrasia, muchos son religiosos, tienen su panteón espiritual. Eso parece necesario para que el hombre mate, sea guerrillero o hampón. Es muy interesante pero muy preocupante que haya suplantado a lo que se daba aquí en los años sesenta o setenta. Ahora en vez de ver a chicos con Kaláshnikov buscando la utopía, ahora son chicos con Kaláshnikov buscando una cadena de oro.

Sin embargo, en la región hay mandatarios que afirman estar encabezando revoluciones. Hugo Chávez lo afirmaba constantemente y Cristina Fernádez lo repite actualmente… No sé si se pueda decir que ellos encabezan movimientos sociales. Son movimientos híbridos que todavía no tienen la sazón de luchas transformadoras ni de sociedades cambiadas. Hay mucha retórica en estos movimientos sociales. Estamos hablando de países híbridos, esencialmente capitalistas, pero con un contingente político que ostenta nociones entre comillas antiimperialistas y nacionalistas con un lenguaje de izquierda que coexisten con lo que supuestamente es su contraparte filosófica. A eso hay que añadir una falta de transparencia en sus gobiernos que es preocupante. Un poco corresponde a sus poblaciones. Si la gente está muy distraída con otras cosas y no ve con rigor los planteamientos económicos y filosóficos de su tiempo, tampoco lo van a hacer sus gobernantes. Pero siempre busco evitar decir que son burdos populismos. Si bien sin duda hay un aspecto, no se puede decir que gobiernen en el vacío. Su popularidad responde a vacíos no satisfechos. A añoranzas políticas y sociales. Son poblaciones que no saben lo que quieren, pero que buscan algo distinto, contestatario. Quieren ser parte de una gran batalla.

Un amigo me suele señalar que cree que sus hijos usarán un polo que tendrá la cara de Hugo Chávez en vez de la del Che Guevara El Che empezó a aparecer en los polos porque era bonito [risas]. Seguramente muchos chicos en Venezuela usarán polos con la imagen de Chávez durante un tiempo. Depende cómo termine el proceso y no creo que termine bien. El Che era bello y por eso apareció en tantas estampas a diferencia de muchos otros cuyas caras no recordamos. Pero Chávez no era el Che. Él era un hombre corpulento que murió a los 59 años en el ejercicio del poder, mientras que el Che murió a los 39 en una batalla romántica que buscaba cambiar los destinos del mundo. No son comparables. Y si para algunos lo es, demuestra la devaluación de las utopías. Y puede ser que sea cierto. Si los guerrilleros de ahora luchan por una cadena de oro, a lo mejor el Che de nuestra época es Hugo Chávez.

“A MÍ ME ENCANTA LA VIDA” Nos ha pedido que no se revele el lugar donde se encuentra por razones de seguridad. A lo largo de su vida usted ha pasado varias veces por ese tipo de trances. ¿Después de tantos viajes ya se ha acostumbrado a vivir de incógnito? De hecho sí. Es como mi segundo pellejo. En los años que he ejercido esta profesión, es algo que me he ido agenciando. No siempre pero sí con bastante regularidad, así que se ha vuelto casi una costumbre.

Lo interesante es que en sus escritos como “La caída de Bagdad” y en sus crónicas publicadas en The New Yorker= no da la impresión de moverse como un extraño. ¿Es un extranjero que siempre está en casa? Creo que es una buena forma de expresarlo, quizás sí. Como soy alguien que ha vivido en tantos países y sociedades distintas, no siempre amigables, no es que siempre estoy de incógnito sino que parte de mí se mantiene en ese estado. No es que deje de mostrarme como soy, un anglosajón grandote, sino que busco tomar en cuenta el lenguaje corporal de mi entorno. Sin pensarlo mucho creo que intento ser alguien que no representa un desafío, que no viene con su bagaje cultural o nacional encima y no implica un reto para los oriundos. De esa manera creo que inconscientemente soy un extranjero que siempre está en casa.

Usted ha señalado que es consciente del peligro que corre en cada viaje y afirma que suele extrañar a su familia. Sin embargo, vemos libro tras libro que no deja de viajar ni de arriesgar su vida. ¿Cómo convive con esos sentimientos tan contradictorios? No lo tengo resuelto. Intento que no se me vuelva una inquietud existencial aplastante y de momento nadie me lo ha sacado en cara [risas]. Intento ser muy consecuente y consciente con mi familia. No creo que en esta vida haya un malabarismo perfecto. Yo no lo hago perfecto, ni mucho menos, pero es lo que tengo hasta la fecha.

Freud podría decir que parte de sus acciones se guía por la pulsión de muerte. Esa tendencia parece repetirse en muchos reporteros. ¿Los periodistas necesitamos el peligro para vivir a plenitud? Intento no ser tan introspectivo aunque no tengo nada contra Freud. Nunca he ido a psicoanálisis . En mi caso personal lo de enfrentar la muerte es algo que tenía asumido desde mi juventud. Lo tenía en mi lista de cosas por hacer. No puse enfrentar la muerte, pero sí ir a la guerra, ir a la prisión, ser minero de carbón, cruzar el Atlántico en remo. Eran diferentes hazañas, algunas más frívolas que otras, que consideraba necesarias para completar mi educación personal. Yo nazco después de que eso fue una constante para el hombre desde la era de los neandertales. Correspondo a ese arquetipo más que una cosa freudiana. No tengo ninguna patología con la muerte; por el contrario, a mí me encanta la vida.