JUAN AURELIO ARÉVALO Enviado especial

Río de Janeiro. Era cuestión de segundos y había que aprovecharlos. ¡Papa Francisco! ¡Un saludo para el Perú!. El pontífice se acercaba a paso lento bendiciendo en silencio, pero con una amplia sonrisa a una fila de pacientes del hospital San Francisco de Asís. A medida que avanzaba, mis gritos y los de Gerardo Reyna, enviado especial de RPP, aumentaban. Hasta que tanta insistencia dio fruto.

El Papa hizo un alto y gentilmente nos saludó, pero la bulla no nos permitió escucharlo. Con una mezcla de vergüenza y desesperación le pedimos un sincero: “Por favor repita lo que nos dijo”. “¡Un saludo para el Perú por favor!”. Y Francisco acercó su rostro al celular de Gerardo, miró a la cámara de El Comercio y soltó un cariñoso: “¡Que Dios los bendiga!”.

UN HOMBRE CERCANO Para llegar al lado del Papa tuvimos que usar nuestras mejores caras de “yo no sé, yo no entiendo”, colarnos con total impunidad entre una fila que llegaba del primer al tercer piso del hospital, hablar en ‘portuñol’, pasar un detector de metales y hacernos amigos de una monja que estaba sentada en el lugar de las autoridades, para que la fila de mastodontes con peinado militar y auriculares en la oreja izquierda no nos botara. La hermana Nadir Lopez entendió perfectamente nuestra misión, nos tapó con un paraguas y así esperamos tres horas bajo la lluvia la llegada del pontífice.

La primera impresión es clara: Francisco nunca dejó de ser Jorge Bergoglio, y ese es quizás el secreto de su encanto. Él mismo abrió la puerta de su Fiat plomo y saludó uno a uno a los pacientes de este centro de rehabilitación para alcohólicos y drogadictos, que hasta hace apenas dos años tenía solo tres camas y dos médicos ad honórem. Hoy, bajo la gestión de la Asociación Francisco de Asís –a la cual pertenece la madre Lopez–, ya cuenta con 648 camas y 800 profesionales. “Este es un Papa que nos abraza, que nos deja tocarlo y eso me emociona”, decía hasta las lágrimas don José, quien cargaba a su nieto de 5 años.

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