(Foto: AFP)
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Virginia Rosas

A dos semanas apenas de haber sido investido como presidente de , , se saltó lo que se anunciaba como un duro debate en el congreso, y firmó un decreto de aplicación inmediata, que autoriza el porte de armas para la legítima defensa.

En un país en el que cada ocho minutos se comete un homicidio, generalmente por bala, el tema de la posesión libre de armas suscita reacciones encontradas. En el referéndum del 2005, el 63% de la ciudadanía votó en contra de la prohibición de las armas de fuego, pero las opiniones fueron cambiando a lo largo del tiempo: un sondeo de Datafolha, de diciembre del 2018, indicaba que el 61% de los brasileños se opone a la liberalización del uso de estas.

Antes del decreto del 15 de enero solo los profesionales encargados de la seguridad, los cazadores y los tiradores profesionales, inscritos como tales, podían portar un arma. Desde el martes último, se suprime la certificación de la policía federal que debía justificar la necesidad de poseer un arma. Eso significa que podrá hacerlo cualquier ciudadano mayor de 25 años responsable de un local comercial o de una industria.

Hasta ahí la medida podría ser aceptada como razonable, pero resulta que también están autorizados a armarse todas aquellas personas que residan en un estado en el que el índice de homicidios sea superior a 10 por cada 100 mil habitantes.

Según el Fórum Brasileño de Seguridad Pública (FBSP), los 36 estados, el distrito federal y el distrito de Brasilia presentan cifras que superan ese índice de criminalidad. Solo en el 2017 se registraron 63 mil 880 asesinatos en todo Brasil.

Liberalizar el uso de armas de fuego jamás ha servido para luchar contra la violencia, sino que la exacerba. Basta ver la cantidad de asesinatos que se cometen en Estados Unidos, santuario de la ‘coboyada’, inscrita en la segunda enmienda de su constitución, que protege el derecho de todo estadounidense a poseer y portar armas.

El ultraderechista Bolsonaro ha apostado a la sensación de indefensión de los brasileños ante la ola de robos y asaltos que se multiplican en el país. Es evidente, sin embargo, que utilizar un arma durante un asalto no protege a la víctima, sino que acrecienta el riesgo de ser asesinado.

Quienes resultan beneficiados con el decreto son los fabricantes de armas como “Taurus”, que desde que Bolsonaro ganó las elecciones, en octubre del año pasado, han visto el precio de sus acciones crecer en 400%. Los clubes de tiro, por su parte, compiten entre ellos rebajando los costos de sus entrenamientos. Las ofertas son variadas, van desde 2.850 a 650 reales, dependiendo del prestigio del club.

El diario "O’Globo", en su editorial del 13 de diciembre del 2018, recordaba un dato inquietante: entre el 2005 y el 2015 se ‘evaporaron’ 700 armas de la policía de Río de Janeiro y solo el 15% de estas fueron recuperadas. En todo el país, en el 2017- según informa el FBSP- 13 mil 782 armas legales cruzaron la delgada línea roja que las condujo a la ilegalidad.

Y es que el problema real no es que las armas sean legales o ilegales, sino su proliferación. Al final de cuentas, nadie tiene la certeza de quién terminará apretando el gatillo.

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