Una sesión de entrenamiento en un programa de desarrollo semiprofesional de fútbol en Río de Janeiro, en febrero (Dado Galdieri para The New York Times).
Una sesión de entrenamiento en un programa de desarrollo semiprofesional de fútbol en Río de Janeiro, en febrero (Dado Galdieri para The New York Times).

Río de Janeiro. Incluso en la muerte continuaba el regateo.

Christian Esmério era el elegido, su familia estaba segura de ello.

Tenía 15 años y destacaba. Era un futbolista de sonrisa fácil que ocultaba su habilidad debajo de los tres palos. Ya había pláticas sobre contratos, y sobre la compra de una casa para sus padres, que habían depositado sus ahorros en el sueño de que su hijo podría ser la siguiente gran exportación brasileña del fútbol: el próximo Ronaldo, Romario o Neymar.

Ahora, su padre esperaba aturdido afuera de un edificio de oficinas en , rodeado de abogados. Apenas unos días antes, . Fue uno de los diez jugadores que perdieron la vida.



Las muertes dejaron a la vista la línea de producción más grande del fútbol internacional y generaron cuestionamientos sobre un aparato brutal que engulle a miles de jóvenes brasileños por cada estrella que acuña.

Era hora de descubrir la respuesta para una pregunta: ¿cuánto valía Christian?

El juego detrás del juego

“Sueños”.

La palabra flotó en el aire mientras Rafael Stivel suspiraba.

La empresa de cazatalentos que encabeza Stivel había publicado una nota en Facebook, en la que lamentaba la muerte de tres de sus graduados en el incendio de las instalaciones del . A partir de entonces, los mensajes llegaron a raudales.

No fueron condolencias. Sin querer, la publicación de Facebook actuó como un anuncio —una señal para padres ambiciosos que buscaban que la organización de Stivel pudiera hacer que sus hijos no solo entraran a cualquier club, sino al gran Flamengo—. Querían que Stivel les diera una oportunidad a sus hijos.

Es un mundo poblado por una variedad de actores, algunos con hambre de gloria, pero a casi todos les atrae la oportunidad de escapar de la pobreza, incluso la idea de hacerse ricos.

Están los chicos, por supuesto, y sus familias. También están los inversionistas y los intermediarios como Stivel, quien rastrea un país del tamaño de un continente en busca de prospectos que pueden tener desde 9 años. Además, están los equipos, muchos en un estado de tal caos financiero que solo la venta de su última estrella los mantiene a flote.

Las ganancias generadas por invertir de manera inteligente, y a una edad temprana, en incluso solo un jugador, pueden alcanzar las decenas de millones de dólares.

Para muchos en el deporte, la industria ha crecido fuera de control y ha dado paso a un sistema que tiene como objetivo desarrollar futbolistas prometedores en un mercado internacional que ahora vale 7.000 millones de dólares al año, de acuerdo con la FIFA. En este entorno especulativo, se compran y venden jóvenes atletas con talento —algunos de ellos niños— como si fueran cualquier otra materia prima. En Brasil, para hacer referencia a los mejores incluso se les nombra así: “piedras preciosas”.

Padres de familia recogiendo a los niños después del entrenamiento en Curitiba, Brasil. (Dado Galdieri para The New York Times).
Padres de familia recogiendo a los niños después del entrenamiento en Curitiba, Brasil. (Dado Galdieri para The New York Times).
Algunos programas de entrenamiento incluyen dormitorios para los jugadores juveniles. La ley en Brasil prohíbe a los clubes albergar a menores de 14 años. (Dado Galdieri para The New York Times).
Algunos programas de entrenamiento incluyen dormitorios para los jugadores juveniles. La ley en Brasil prohíbe a los clubes albergar a menores de 14 años. (Dado Galdieri para The New York Times).

Una noche en llamas

Nadie sabe con certeza cuántos niños hay en el sistema de fútbol juvenil de Brasil.

No hay cifras oficiales. Los estimados oscilan entre doce mil y quince mil, pero es una cantidad difícil de corroborar. La federación brasileña de fútbol no hace ningún esfuerzo por rastrear jugadores sino hasta que cumplen 16 años y se vuelven profesionales.

Sin embargo, sí se sabe una cosa: la noche del incendio ocurrido el 8 de febrero en las instalaciones del Flamengo, más de dos decenas de niños —la mayoría de familias pobres y todos con la esperanza de cumplir un sueño— descansaban en un dormitorio del club.

En un país obsesionado con el fútbol, el Flamengo se enorgullece de ser uno de los equipos más populares, con una fortuna envidiada por sus rivales en toda Sudamérica. No obstante, pareciera que esa adoración y ese poder hubieran sido los responsables de que durante años el Flamengo escapara de cualquier tipo de control relacionado con el trato a los niños bajo su cuidado.

En el 2015, procuradores estatales de Río de Janeiro demandaron al Flamengo por las condiciones de su centro de entrenamiento. Los procuradores citaron fallas en la protección de los menores, al declarar que las condiciones eran “incluso peores que las que se les ofrecen en la actualidad a los delincuentes juveniles”.

En el 2017, los funcionarios de la ciudad emitieron una orden para cerrar las instalaciones, pero nunca la ejecutaron y limitaron sus sanciones a decenas de multas.

En años recientes, el Flamengo gastó millones de dólares para mejorar su academia de juveniles. El año pasado, representantes del club se vanagloriaron de las nuevas instalaciones al decir que serían las mejores de Brasil.

Sin embargo, durante la noche del incendio, el dormitorio con veintiséis niños dormidos era una estructura improvisada, que consistía de seis contenedores de acero fundidos juntos. Nunca había sido inspeccionado, de acuerdo con las autoridades locales.

Entrevistas con los sobrevivientes del fuego y los funcionarios que lo investigaron reveló una serie de fallas que pudieron contribuir a la muerte de los chicos:

— Las regulaciones federales exigen al menos un cuidador por cada diez niños, pero no había ningún adulto presente al momento del incendio.

— Los sobrevivientes dijeron que la única salida del dormitorio estaba en el extremo más lejano. Algunos de los jóvenes posiblemente estaban en camas a una distancia superior al límite de 10 metros que exigen las regulaciones.

— Las habitaciones tenían puertas corredizas, otra violación porque se pueden atorar.

— Además, aunque cada habitación tenía una ventana, las salidas estaban cubiertas con rejillas.

Amigos y familiares en el funeral de uno de los diez futbolistas juveniles que murieron en el incendio de febrero. (Leo Correa/Associated Press).
Amigos y familiares en el funeral de uno de los diez futbolistas juveniles que murieron en el incendio de febrero. (Leo Correa/Associated Press).
El salón de trofeos en el club Vasco da Gama, en Río de Janeiro. Muchos jóvenes son atraídos a los clubes pues sueñan con obtener así la gloria. (Dado Galdieri para The New York Times).
El salón de trofeos en el club Vasco da Gama, en Río de Janeiro. Muchos jóvenes son atraídos a los clubes pues sueñan con obtener así la gloria. (Dado Galdieri para The New York Times).

Un chico que estaba en la habitación de Christian les comentó a los investigadores que la puerta se había atorado cuando intentaron escapar. El niño logró deslizarse a través de las rejillas de la ventana. No obstante, Christian, un corpulento arquero de 1,90 metros, no lo logró. Cuando los rescatistas llegaron a él, su cuerpo estaba tan quemado que solo lo pudieron identificar por medio de su registro dental.

Los representantes del Flamengo no respondieron a solicitudes de entrevistas. Sin embargo, en febrero, su presidente Rodolfo Landim, negó tener conocimiento de cualquier tipo de irregularidad cuando habló en una conferencia de prensa después del incendio.

“Nuestro objetivo es resolver este problema lo más rápido posible”, señaló.

En busca del tesoro

El fútbol está lejos de ser la única industria que atrae a los necesitados de Brasil.

Sergio Rangel, un periodista que ha cubierto el deporte durante tres décadas, asegura que el sistema de entrenamiento de juveniles le recuerda a la gigantesca mina de oro de Serra Pelada. En la década de los ochenta, el fotógrafo Sebastião Salgado inmortalizó las terribles condiciones del sitio.

Hombres pobres y desesperados de todo el país atiborraron la mina a cielo abierto, para volcarse sobre las rocas con la esperanza de encontrar la pepita que pudiera cambiar sus vidas.

El fútbol también ha sido una especie de pirita para muchas familias. Algunas se desplazan cientos, incluso miles de kilómetros para inscribir a sus hijos en programas de entrenamiento que clasificarán, escudriñarán y, la mayoría de las veces, rechazarán a sus hijos por considerarlos inservibles.

“Eligen uno, le dan la vuelta y lo desechan si no sirve”, comentó Rangel.

Los jóvenes no solo son desechables. Para los que dirigen la industria, a menudo son indistinguibles.

Eso quedó bastante claro en un homenaje dedicado a los diez jugadores que murieron en las instalaciones del Flamengo. A la mitad del servicio, un representante del equipo se apresuró para cubrir un gran montaje de fotos de los chicos: alguien se percató de que habían incluido a un sobreviviente por error.

El centro de entrenamiento

Las calles de Xerém, un barrio ubicado a unos 50 kilómetros a las afueras de Río de Janeiro, rebosan de chicos de varias edades vestidos con uniformes rojos, verdes y blancos —los colores del club de fútbol Fluminense—.

Antes de que el equipo construyera su centro de entrenamiento ahí, Xerém era poco más que un pantano, según la gente local. Sin embargo, ahora, a pesar del calor húmedo que supera los 37 grados Centígrados, es el hogar de jugadores y familias cuyas vidas giran en torno al club.

Uno de ellos es un chico de 11 años apodado Maradoninha, por su parecido con el ex astro argentino Diego Armando Maradona. Incluso en este acalorado pueblo competitivo, Maradoninha atrajo una atención particular.

Hace dos años, un cazatalentos del Fluminense vio al niño, cuyo nombre verdadero es Leandro Gomes Feitosa, mientras jugaba un torneo local y se acercó a su familia. Solo tenía 9 años. La ley brasileña no permite que los clubes de fútbol alberguen niños menores de 14 años pero, si la familia podía ir a Río, mencionó el visor, el Fluminense entrenaría al chico.

Un grupo de empresarios locales puso el dinero —por una tajada de las ganancias futuras— y la familia se mudó más de 1.900 kilómetros, desde el pueblo de Palmas a Xerém, para perseguir el sueño.

Casi todas las familias que viven en su comunidad de veintiséis casas pegadas unas a las otras tienen una historia similar, comentó Evandro Feitosa, el padre de Maradoninha.

Maradoninha tal vez no tenga la edad necesaria para asistir al bachillerato, pero sabe que el futuro de su familia está ligado a sus habilidades con un balón de futbol. “Dios mediante, seré un gran jugador y ayudaré a mi familia en Palmas, mi familia aquí y a los necesitados”, dijo.

Lo llaman Maradoninha y tiene 11 años. Sus familiares tienen su esperanza puesta en él. (Dado Galdieri para The New York Times).
Lo llaman Maradoninha y tiene 11 años. Sus familiares tienen su esperanza puesta en él. (Dado Galdieri para The New York Times).
Maradoninha (su nombre verdadero es Leandro Gomes Feitosa) camina afuera del centro de entrenamiento, donde algunos hombres intentaban ver el trabajo de sus hijos. (Dado Galdieri para The New York Times).
Maradoninha (su nombre verdadero es Leandro Gomes Feitosa) camina afuera del centro de entrenamiento, donde algunos hombres intentaban ver el trabajo de sus hijos. (Dado Galdieri para The New York Times).

Las probabilidades de lograrlo son pocas. En Brasil, menos del cinco por ciento de los prospectos del fútbol llegarán a ser profesionales, de acuerdo con la mayoría de los estimados. Aún menos lograrán un sueldo decente en el juego. Un estudio que publicó la federación brasileña de fútbol en el 2016 encontró que el 82 por ciento de los futbolistas en el país ganaba menos de 1.000 reales (265 dólares) al mes.

Y para Maradoninha y su familia, las probabilidades acaban de reducirse aún más: el Fluminense lo dejó ir recientemente.

Alcanzar el sueño

Sin importar las probabilidades, sin importar las dificultades, hay suficientes historias de éxito en el fútbol como para alimentar las esperanzas de jovencitos y familias que casi no tienen a qué aspirar.

Está Neymar, tan exitoso que es más una marca internacional que un futbolista. Es el producto de un vecindario humilde ubicado a las afueras de São Paulo. Están Rivaldo, Ronaldo y Romario, tres ex futbolistas brasileños que levantaron la Copa del Mundo, a cada uno de los cuales la FIFA le otorgó el título del mejor jugador del planeta en su momento.

Y hace menos tiempo, Vinicius Junior, un delantero llamativo que surgió de las filas juveniles del Flamengo, entrenó en los mismos campos que los diez chicos que murieron. Había alcanzado el sueño: en el 2017, cuando tenía 16 años, el Real Madrid accedió a pagar 45 millones de euros (poco más de 50 millones de dólares) por sus derechos después de haber jugado apenas once minutos en su debut.

Todos esos jugadores, y cientos más, han surgido de la fábrica brasileña de fútbol y ahora ejercen su oficio en los escenarios más importantes del mundo.

En sus primeros días en el deporte, los padres de Christian usaron todo lo que tenían —y pidieron prestado a amigos y vecinos— para financiar el sueño de su hijo de convertirse en futbolista.

Parecía que Christian estaba a punto de crear su propia versión de una historia de éxito dentro del fútbol. El 5 de marzo, el día de su cumpleaños número 16, esperaba firmar su primer contrato profesional con el Flamengo. Su sueño, un proceso de años, estaba al alcance de la mano.

Murió cuatro semanas antes de ese cumpleaños.

Cristiano Esmério (centro), padre de Christian, a su llegada a la reunión donde se negociaban las reparaciones financieras para los familiares de los jugadores fallecidos. (Dado Galdieri para The New York Times).
Cristiano Esmério (centro), padre de Christian, a su llegada a la reunión donde se negociaban las reparaciones financieras para los familiares de los jugadores fallecidos. (Dado Galdieri para The New York Times).
Cuando los directivos del Flamengo se dieron cuenta de que se había puesto al jugador equivocado en un homenaje fotográfico a los fallecidos, un trabajador intentó cubrirlo. (Dado Galdieri para The New York Times).
Cuando los directivos del Flamengo se dieron cuenta de que se había puesto al jugador equivocado en un homenaje fotográfico a los fallecidos, un trabajador intentó cubrirlo. (Dado Galdieri para The New York Times).

Días después de su muerte, su padre, Cristiano Esmério, esperaba de pie afuera de una torre de oficinas en el centro de Río, donde los defensores públicos estaban reunidos con representantes del Flamengo. Esmério estaba con un grupo de abogados. Uno le comentó algo.

El abogado dijo que, en términos de la indemnización, sería injusto que Christian fuera tratado como los otros jugadores. Después de todo, aseguró, algunos de los chicos que murieron acababan de llegar. No obstante, Christian había recibido el llamado de una de las selecciones juveniles de Brasil. Valía más que el resto.

Esmério asintió con la cabeza en silencio. Él y su hijo también habían hablado de dinero.

“Papá, busquemos una casa”, le había sugerido Christian cuando se enteró de que estaba a punto de firmar un contrato profesional. Con mi primer cheque, quiero comprarle una casa a mi mamá, para que ya no tenga que sufrir porque no tiene agua ni electricidad”.

Una semana antes de morir, el chico publicó un tributo a su familia en Facebook. Arriba de dos fotos del padre y el hijo que habían sido tomadas hacía una década, escribió: “Todo el sacrificio será recompensado, mi viejo”.

© "The New York Times"

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