(Foto: AFP).
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Jenni Russell

Una de las raras ocasiones en las que me he encontrado con Dominic Cummings, quizá el hombre más importante en Gran Bretaña en este momento, fue en una cena en el 2016, justo después del anuncio del referéndum sobre el . Cummings había sido invitado a exponer el argumento de los ‘brexiteers’; una contraparte de la incipiente campaña ‘remain’ estaba allí para presentar el suyo.

El ‘remainer’, un hombre poderoso y bien conectado, fue primero. Presentó un caso limitado y estéril: Gran Bretaña tenía una industria automotriz próspera y crítica, que vería sus márgenes de beneficio eliminados por los aranceles si el ‘brexit’ continuaba.

Cummings habló después. Era enfático, evocador. Habló sobre orgullo, independencia, nacionalidad, soberanía. Lo hacía sonar como el noble camino. Los ‘remainers’ iban muy por delante en las encuestas, pero ¿encontrarían algo efectivo para combatir las emociones que la campaña de Cummings estaba aprovechando?

Nunca lo hicieron. Cummings condujo el ‘brexit’, empujándolo a una victoria estrecha. Superó al ‘establishment’ británico al combinar un eslogan brillantemente simple (“Recuperar el control”) con mentiras desvergonzadas sobre la Unión Europea (UE) y el Servicio Nacional de Salud.

Cummings es ahora el individuo más poderoso del Gobierno Británico. Saltó a Downing Street como el principal asesor del primer ministro . Su trabajo es entregar el ‘brexit’ y asegurarle a Johnson cinco años más en el cargo. Y está desplegando todas las técnicas que le han funcionado antes: interrupción, engaño, intimidación y una voluntad implacable para alienar a las personas.

Esas tácticas se han disparado en la política británica como granadas. Ningún primer ministro ha tenido un comienzo más calamitoso. En cinco días, Johnson perdió el control del Parlamento, la mayoría de su partido, su capacidad de abandonar la UE a fines de octubre –como prometió–, y la lealtad de muchos moderados en el Partido Conservador. Las decisiones de Cummings han dejado a Johnson a merced de la oposición. No puede aprobar ninguna ley, y los opositores tienen ahora el poder de tomar la decisión crucial: la fecha de las próximas elecciones.

Esto parece una catástrofe para Johnson. Pero la historia puede no ser tan simple. Cummings deliberadamente precipitó la confrontación con el Parlamento, con la intención de perder el voto para que Johnson pudiera convocar inmediatamente una elección como el campeón del pueblo. No esperaba que tantos conservadores se rebelaran o que la oposición descarrilara su calendario electoral, pero Cummings ve esto como escaramuzas antes de la verdadera pelea.
No le conmueve la indignación. Calcula que los votantes ‘probrexit’, lejos de la élite en Londres, verán la dureza del primer ministro como prueba de que está de su parte. Él cree que su estrategia –ganar una elección este otoño y robar votos de los insurgentes y radicales del Partido Brexit– aún puede funcionar.

Sin embargo, uno de los eslabones más débiles en este plan es la personalidad del líder. Si el plan de Cummings es dividir al Partido Conservador desde adentro, Johnson es su conspirador descuidado e indolente.

Mientras que Cummings es un ideólogo acerado, Johnson no disfruta del conflicto. Nunca esperó tener que expulsar a los miembros mayores de su partido; esperaba que su encanto los conquistara. El jueves pasado llegó la condena mayor: su hermano , acusando a Boris de dañar el interés nacional. Fue un golpe tan fuerte que fuentes cercanas al primer ministro me dijeron que lloró cuando escuchó la noticia.

Cummings ahora enfrenta una lucha para mantener a Johnson en el camino ante el retroceso de un partido indignado. Pero él sigue siendo el maestro; calcula que Johnson no puede permitirse perderlo ahora que ha eliminado a tantos de sus aliados. Si Johnson se dirige hacia el triunfo o el desastre no depende de él. Cummings está estableciendo su rumbo.

–Traducido, glosado y editado–
© The New York Times