(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Lilian Tintori

Zonsiré es una caraqueña de 33 años. También es abogada y activista por los derechos humanos, y, desde junio pasado, es una migrante que se encuentra en Lima. Hoy, Venezuela vive la peor crisis humanitaria de toda su historia con episodios que continúan llenando de dolor y despedida cada día a miles de familias de todo el país. Según la ONU, hasta junio último, al menos 2,3 millones de venezolanos habían tenido que huir de sus hogares por culpa del hambre, la violencia y la miseria que padecemos. De estos, más de la mitad sufre malnutrición. El desespero es tan grande que en todo el continente se han prendido las alarmas por la larga marcha de los venezolanos. Las imágenes llegan todos los días; padres y madres venezolanos, con sus hijos a cuestas, caminando por más de 40 días y noches, para mantener arriba su dignidad, su libertad y la capacidad de poder superarse.

El Perú se ha convertido en uno de estos destinos frecuentes. Allá llegó Zonsiré, así como otros 420.000 venezolanos que han emigrado a ese país con ganas de trabajar y comerse el mundo. Pero ha sido duro adaptarse. Y, si bien partir puede ser una alegría muy triste, quienes se marchan van dejando atrás a una familia que se separa, a unos padres que día a día envejecen y que ven con ojos llenos de lágrimas cómo conseguir alimento se traduce en largas horas de espera en las puertas de los mercados al tiempo que el régimen opresor va controlando cada vez más a los venezolanos, convirtiéndose en un repartidor de miserias y de sufrimientos.

A Zonsiré, comenzar una nueva vida le ha traído varios retos. Ha tenido que vender café en las plazas de Lima, ganando poco pero sin dejar de enviar dinero a sus padres. Cada día, ella sale a buscar trabajo confiando en la solidaridad de otros venezolanos y del pueblo peruano. Pero Zonsiré también ha sufrido actos xenófobos, en los que el solo hecho de ser venezolana le ha traído insultos, agresiones y propuestas que atentan en contra de sus principios. De la xenofobia se sabe cómo y dónde empieza, pero nunca hasta dónde puede escalar.

Los venezolanos que hoy emigran por todo el continente no lo hacen porque quieran quitarle el trabajo a alguien, como tampoco pensaban en eso los millones de sudamericanos que arribaron a Venezuela en la década de los 70 y los 80 porque necesitaban subsistir, salir adelante y tener una nueva ilusión en la vida. Nuestro país los recibió entonces con los brazos abiertos y fueron tratados como si vinieran de otra ciudad, quizás de otra región, pero nunca como a unos extraños. Justamente uno de los atractivos que conserva Caracas hoy es su famoso “mercado peruano”, en el que la comunidad nos muestra la comida y las tradiciones de esa hermosa tierra.

Por esos años, Venezuela no fue solo receptora de esperanzas; también defendió con ímpetu la democracia y denunció la tiranía. Hoy, cuando nosotros padecemos un régimen que es el principal responsable del desastre humanitario, solo podemos pedirle a la región que no se quede con los brazos cruzados. Porque la crisis migratoria tiene su raíz en la crisis política. Es imposible prosperar en un país en el que no se respetan los derechos humanos, en el que la gente sea lo que menos importa, mientras la corrupción, la violencia, la escasez de alimentos y medicinas, y la muerte sean los males que dominen el día a día.

Los venezolanos hemos dado todo, hasta la vida, por el camino para recuperar la libertad. Pero este es un hecho de dimensiones incalculables. Necesitamos la atención de la comunidad internacional y de los hermanos latinoamericanos para dar una respuesta específica a un momento inédito de nuestra historia. Las herramientas democráticas del sistema interamericano están ahí y pueden usarse para frenar esta situación, que ya se está convirtiendo en un problema mundial.

Queremos que la paz y la prosperidad regresen a Venezuela. Pero para eso es necesario recuperar el Estado de derecho y la democracia. Esta tragedia va más allá de las conveniencias políticas y diplomáticas, también de las buenas intenciones que llenan los discursos. Necesitamos acciones contundentes, en las que se les otorgue a los refugiados venezolanos la atención adecuada de acuerdo con los protocolos vigentes. Pedimos a los gobiernos de la región tomar cartas en el asunto con los brotes de xenofobia, igualmente a los medios de comunicación, que son fundamentales en la tarea de enseñanza, tolerancia y respeto.

Siempre se ha hablado de la integración latinoamericana. Este es el momento de tomar decisiones en beneficio de ella. Porque nuestros refugiados no son solo números, sino vidas humanas, historias de desarraigo y de angustia. De familias separadas que todos los días piden volver a reencontrarse en el abrazo fraternal. De lamentos y esperanzas por lo que puede ser Venezuela y no lo es, solo porque un pequeño grupo hace todo lo necesario para que la vida en el país se convierta en algo tan insoportable como para que millones de compatriotas tengan que dejarlo todo y empezar de cero muy lejos. Así como Zonsiré, son miles los relatos, cada uno de ellos con su propio dolor, los que se develan para que se genere la unión y la solidaridad necesarias entre nuestros pueblos. Esta historia debe cambiar. Debemos cerrarle el paso y decirle “nunca más” a las violaciones sistemáticas de los derechos humanos en una región como América Latina, que nació precisamente para vivir en libertad.