Bandera Perú
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Paolo Sosa Villagarcia

Una semana antes de la segunda vuelta electoral del 2016, las encuestas auguraban una victoria fujimorista que, sumada a la abrumadora mayoría obtenida en el , hacía suponer la posibilidad de un gobierno omnipotente. Distintos factores modificaron esta tendencia y los resultados finales revelaron la insólita victoria de un que había adoptado el discurso antifujimorista durante los últimos minutos del partido.

La situación propuso un acertijo difícil de anticipar. ¿Estábamos frente a un gobierno débil que mantendría la retórica antifujimorista frente a una oposición avasallante y confrontacional? ¿Estábamos frente a una oposición inconsistente, producto de la heterogeneidad que había forzado en la lista parlamentaria fujimorista para ampliar sus bases de apoyo electoral? ¿O estábamos, finalmente, frente a la victoria total de un bloque derechista, en tanto ambas propuestas representaban dos caras de una misma moneda?

Un año después, el fujimorismo aparece alejado de cualquier posibilidad de cogobierno, adoptando una retórica confrontacional como prolongación de la campaña electoral. Al no reconocer su derrota a tiempo, Keiko Fujimori marcó la pauta de las relaciones con el oficialismo. Después de los resultados electorales, sin embargo, su liderazgo se evaporó, dejando espacio para el empoderamiento de jefaturas intermedias y operadores cuyas ambiciones van más allá de las anecdóticas disputas entre keikistas y albertistas. En este escenario, la ausencia de un plan maestro lleva a una confrontación sin cuartel, producto del desorden antes que de una estrategia clara.

Así, mientras algunos congresistas buscan espacios para avanzar con sus agendas particulares, otros le hablan a su tribuna local con la intención de capitalizar el descontento con el gobierno. Estamos frente a un obstruccionismo por default, donde una cúpula incapaz de contener a esta constelación de intereses se dedica a coordinar, antes que a liderar. Un escenario difícil de alterar con un indulto. El problema fundamental no se resuelve con concesiones, ni mucho menos con el clásico “divide y vencerás”; el problema es, precisamente, la falta de un liderazgo claro y centralizado que permita predictibilidad dentro de la oposición.

¿Debería preocuparle esto a Keiko Fujimori? Esta encrucijada puede llevar a la parcelación del partido que le ha costado esfuerzo construir y al desgaste prematuro de su capital político. Este desborde es una receta perfecta para profundizar su imagen intransigente, al mismo tiempo que agudiza las tensiones internas. Peor aun, algunas buenas iniciativas que podrían contribuir a compensar el legado negativo del fujimorato han terminado asfixiadas por la avenencia y gustos individuales de las jefaturas que administran el cortoplacismo. Tener una oposición fuerte es un componente fundamental para el equilibrio de poderes. Sin embargo, ni grande es sinónimo de fuerte, ni belicoso lo mismo que fiscalizador.

En este contexto, el (FA) enfrentaba una oportunidad inédita desde los noventa. Después de más de dos décadas, la izquierda –como tal– obtuvo representación en el Congreso y, por si fuera poco, como la segunda fuerza. Así, para unos, el FA podía ser un aliado para equilibrar un Parlamento teñido de naranja, mientras que otros consideraban que sería la principal fuerza opositora frente a las concordancias económicas del fujimorismo y el oficialismo. Sin embargo, ninguna de las dos fórmulas se ha concretado para este grupo parlamentario. Por el contrario, si algo ha caracterizado el papel del FA ha sido su involuntaria intrascendencia como producto de la guerra entre los dos grupos que lo forman. En menos de un año, la persistencia de estas disputas –originadas en el proceso de elecciones primarias del 2016– llevó a la ruptura del FA en facciones dentro y fuera del Parlamento.

Aislada y dividida, la izquierda política no ha logrado aprovechar su inédito sitial en el Parlamento para establecer una marca, una agenda programática que hoy sea fácil de reseñar por los ciudadanos, y esto incluye a su relación con el gobierno de turno. En el mediano plazo, las batallas entre mendocistas y aranistas han sepultado las posibilidades de una campaña regional exitosa, capaz de reforzar su presencia previa a las elecciones presidenciales del 2021. La guerra fratricida ha debilitado los ya precarios cimientos del éxito alcanzado en las últimas elecciones, dejando a unos sin inscripción y a los otros sin una candidatura medianamente viable.

En el corto plazo, el desorden parlamentario se alimenta de la descomposición del FA y del comportamiento errático de otras bancadas minoritarias (incluyendo a la oficialista), concentradas en intereses minúsculos (salvo contadas excepciones). Aprovechando el despelote propiciado por interpelaciones y escándalos mediáticos, estas fuerzas se suman gratuitamente al apanado con tal de aparecer en la foto de los indignados frente al gobierno. Un gobierno, dicho sea de paso, con intereses tan profundos como los de sus opositores, cuyos logros más importantes vienen del lado del “destrabe” y la eliminación de la “tramitología”, y cuya estrategia frente a la oposición es reactiva y, lo que es peor, rezagada.

Quien lee o sintoniza los principales medios de comunicación desde fuera del país podría pensar que estamos en medio de una crisis política gravísima, de tensiones irresueltas entre programas políticos incompatibles, entre demandas y aspiraciones de país que son irreconciliables. La medianía del debate, sin embargo, se asemeja más a una batalla campal al final de un partido amateur que a un enfrentamiento por el futuro del país.

Mientras el hemiciclo se hincha de insultos y cantinfladas, miles de peruanos, especialmente los más vulnerables, padecen cotidianamente la inseguridad, la violencia familiar y condiciones laborales precarias. Mal harían los liderazgos de todas estas tiendas en pensar que hacerse un sitiecito en las primeras planas a base de agravios es suficiente para sobrevivir en las próximas elecciones. Si algo muestra nuestra historia política reciente, es que podemos ser muy indulgentes, pero no con quienes, irresponsablemente, gustan de jugar gratuitamente a la guerra.