OCIO: Incluir zonas de ocio en la oficina supone un incremento del bienestar del empleado, proporcionando así momentos de relajo y desconexión para sus trabajadores para que vuelvan a sus tareas más centrados y creativos.
OCIO: Incluir zonas de ocio en la oficina supone un incremento del bienestar del empleado, proporcionando así momentos de relajo y desconexión para sus trabajadores para que vuelvan a sus tareas más centrados y creativos.
Tim Wu

Me sorprende un poco la cantidad de personas que me dicen que no tienen pasatiempos. Puede parecer una cosa pequeña, pero, a riesgo de parecer pretencioso, lo veo como una señal del declive de la sociedad. El ocio es un logro que fue difícil alcanzar; supone que hemos superado las exigencias de la supervivencia bruta. Sin embargo, parece que se ha olvidado la importancia de hacer las cosas solo porque las disfrutamos.

He llegado a pensar que hay una razón profunda para justificar por qué muchas personas no tienen pasatiempos: tenemos miedo a hacerlo mal. Nos sentimos intimidados por la expectativa de que debemos ser expertos en todo lo que hacemos. Nuestros “pasatiempos” se han vuelto demasiado serios, una ocasión para preocuparse de si realmente eres la persona que dices ser.

Si sales a correr, ya no es suficiente recorrer la cuadra, estás entrenando para la próxima maratón. Si eres un pintor, ya no estás pasando una tarde agradable; estás tratando de obtener una exhibición en una galería o seguidores en las redes sociales. Cuando tu identidad está vinculada a tu hobby es mejor que seas bueno en eso o, de lo contrario, ¿quién eres?

Acá se ha perdido la búsqueda de la modesta habilidad, del hacer algo solo porque lo disfrutas, no porque seas bueno en eso. Los pasatiempos se supone que son algo diferente al trabajo. Pero valores como “la búsqueda de la excelencia” se han colado y corrompido lo que una vez fue el reino del ocio, dejando poco espacio para el verdadero aficionado. La gente ahora parece dividida entre los aficionados semiprofesionales y aquellos que se retiran al ocio pasivo, con pantalla, firma de nuestro momento tecnológico.

No niego que se pueda obtener mucho de realizar una actividad al más alto nivel. Pero también hay una alegría real y pura que solo proviene de aprender y de tratar de mejorar. En retrospectiva, descubrirás que los mejores años de, digamos, el buceo o la cocina fueron aquellos que pasaste aprendiendo, cuando hubo emoción en el mero acto de hacerlo.

De una manera que rara vez apreciamos, las exigencias de la excelencia están en guerra con lo que llamamos libertad. Porque permitirte hacer solo aquello en lo que eres bueno es estar atrapado en una jaula cuyas barras no son de acero sino de autoestima. Especialmente cuando se trata de actividades físicas, aunque también de otros empeños, la mayoría de nosotros seremos verdaderamente excelentes solo en lo que sea que comenzamos a hacer en nuestra adolescencia. ¿Qué pasa si decides a los 40 que quieres aprender a surfear? ¿Si a los 60 que quieres aprender a hablar italiano? La expectativa de excelencia puede ser obstaculizadora.

Se supone que la libertad y la igualdad hacen posible la búsqueda de la felicidad. Sería lamentable proteger los medios y descuidar el fin. Una democracia, cuando funciona correctamente, nos permite convertirnos en personas libres; pero nos corresponde usar esa oportunidad para encontrar propósito, alegría y satisfacción.

Me gustaría plantear la sugerencia de manera más general: la promesa de nuestra civilización, el objetivo de todo nuestro progreso laboral y tecnológico es liberarnos de la lucha por la supervivencia y dejar espacio para objetivos más elevados. Pero exigir excelencia en todo lo que hacemos puede socavar eso; puede amenazar e incluso destruir la libertad. Nos roba una de las mayores recompensas de la vida: el simple placer de hacer algo que disfrutas.

-Glosado-
© The New York Times.