(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Raúl Zegarra

El crimen aberrante cometido contra la pequeña Jimena ha desgarrado al país. ¿Qué hacer ahora?, parecen preguntarse todos. La se asoma como una solución. Pero, ¿es ella el mejor camino para obtener justicia?

Puestas las cosas en perspectiva no es difícil notar el carácter problemático de la pena capital. No es disuasiva, puede incurrir en error, etc. Sin embargo, resulta claro que algo más que argumentos sobre su falta de utilidad está en juego.

Considero que a la base del problema no está tanto cómo administrar justicia, sino cómo “administrar” nuestras emociones morales. Pues si el asunto es prevenir reincidencia, penas más efectivas podrían imponerse para garantizar que el perpetrador nunca más reincida.

Luego, el tema de fondo parece ser la necesidad de retribución. “Su vida por la de ella”, parece decir la atribulada consciencia de muchos. Y esto no debe ser desestimado, pues estamos hablando de un crimen de lo más execrable. Empero, si la administración de justicia queda reducida a la Ley del Talión nuestro progreso moral lo hace también.

Pero el progreso moral es tangible, aunque frágil. En el caso de la pena muerte, como en el de la tortura y, en general, el del trato de criminales, lo que vemos es un movimiento hacia la “humanización” de la administración de justicia. O, si se quiere, hacia la “sacralización” de la persona, como nota el sociólogo Hans Joas siguiendo a Émile Durkheim.

Efectivamente, hemos pasado en los últimos tres siglos de un sistema punitivo que trataba al criminal como in-humano (alentando el maltrato y formas depravadas de tortura) a uno donde la dignidad de toda persona, incluidos los criminales, se considera inalienable. No sugiero ingenuamente aquí que las condiciones carcelarias o el trato de criminales hoy constituyen ejemplos de humanidad, por supuesto. Pero revisar un poco de historia nos ayudaría a notar cuánto han mejorado en los últimos siglos.

Esto fue posible gracias a la expansión de la “sacralidad” de la vida humana. Una expansión que permitió que la “humanidad” de otros no dependa de cuánto se parezcan a nosotros, sino de la idea de una dignidad humana universalmente compartida. Esta es la premisa fundamental de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.

Recordemos que en la invasión española de América parte del proceso “civilizatorio” se justificó vía la deshumanización de los nativos de estas tierras. Igualmente, la esclavitud se mantuvo vigente por siglos bajo la premisa de inferioridad natural de los afrodecendientes. Los aún persistentes maltratos e inequidades que sufren mujeres y miembros de la comunidad LGTB son parte del mismo problema.

Por ello, la empatía es importante para la justicia, pero insuficiente. Pues ella nos ayuda a tener en cuenta el sentir de los otros, pero quiénes sean esos otros es asunto distinto. De ahí que históricamente, y aún hoy, muchas personas puedan ser extremamente consideradas con los suyos y, sin embargo, deshumanizar a los otros al punto de vejarlos al extremo.

En este contexto, la sacralidad de la persona se convierte un ideal fundamental. Pero esto crea la paradoja de tener que defender la vida incluso de los seres más despreciables. Pues si introducimos excepciones, ¿por qué no podríamos extender la misma pena a otros seres que también consideramos in-humanos? Esta fue la justificación en el pasado para el linchamiento de esclavos, la ejecución de personas con discapacidades, homosexuales, etc.

No niego que esta perspectiva sea difícil de defender, incluso impopular y dolorosa. Pero el riesgo que supone dejarnos llevar por la indignación que sentimos es aún mayor para todos nosotros como sociedad.

Supone el riesgo de hacer de la justicia vendetta y del valor de la vida humana una variable sujeta a la arbitrariedad de nuestra indignación. Trabajemos, en cambio, en humanizar nuestra sociedad buscando la prevención de estos crímenes. Solo así honraremos la memoria de Jimena y la de cada víctima que no supimos proteger como sociedad.