Procesión y fiesta, por Diego Lévano
Procesión y fiesta, por Diego Lévano

Hablar de la en nuestro país es automáticamente hacer referencia visual a las procesiones de Ayacucho, que con sus 37 iglesias y diez días de conmemoraciones es, sin duda, el referente cultural y religioso de estos días. También tenemos presente la procesión del Lunes Santo del Cusco, donde se saca por las calles de la Ciudad Imperial al Señor de los Temblores, costumbre que data del siglo XVII. O la quema de Judas, en la madrugada del Domingo de Pascua, en Arequipa. Y cómo perderse la sopa teóloga trujillana el Domingo de Ramos. 

Lima, por su parte, ha ido buscando en los últimos años íconos que caractericen su Semana Santa. Los limeños habíamos dejado de apreciar las procesiones y, de seguro, muchos no conocíamos que antes estos días se denominaban la Semana Mayor de Lima. Las primeras referencias a la celebración de esta festividad por las calles de Lima datan de 1560, cuando el cabildo limeño manda a confeccionar las varas para regir la procesión de disciplinantes del Jueves Santo. Y hacia 1576 se tiene referencia del primer recorrido procesional.

Una de las procesiones más populares en Lima era, sin duda, la del Domingo de Ramos o Procesión del Señor del Borriquito. En 1817 el viajero francés Camille de Roquefeuil la describe como una cabalgata de gente de los barrios que la acompañaban con gran algarabía y estruendo. Ricardo Dávalos y Lissón, en su libro “Lima de antaño”, de 1915, hace referencia a que para el siglo XIX esta procesión salía por las calles del distrito del Rímac, y concurría a ella la población popular vestida con sus mejores galas y las damas adornadas con jazmines.

El aporte peruano a esta celebración mundial es, sin duda, el sermón de Viernes Santo. Fue el jesuita Francisco del Castillo, quien en 1660 predicó, por primera vez, el sermón de la Pasión de Cristo en la desaparecida Iglesia de los Desamparados. Ismael Portal, en su obra “Lima religiosa”, de 1924, nos dice que era conocido como “las tres horas de la agonía del Señor en el Sacro Madero” o la Santa Cruz. Y se llamaba usualmente Sermón de las Tres Horas.

Pero en Lima no solo se asistía a las procesiones sino también a las diversas ceremonias litúrgicas en las iglesias de la ciudad. La ceremonia de la llave, que se realizaba en la Iglesia Mayor, con asistencia de las principales autoridades de la ciudad e incluso nacionales, también era conocida como la ceremonia de “encerrar y desencerrar el Santísimo”. Los miércoles por la noche se asistía a las Tinieblas en el Convento de la Encarnación. El sábado era costumbre, luego de oír misa de resurrección, dar el saludo de las “buenas pascuas”.

Sin duda, era el recorrido de las siete iglesias uno de los momentos más esperados de los limeños de antaño. Las iglesias abrían sus puertas desde las 8 de la mañana hasta las 6 de la tarde, aunque en tiempos virreinales esta visita se iniciaba al caer la tarde y, en especial, por las noches. Característico de ese día era comprar el pan dulce, que aún hoy se vende en las panaderías del Centro Histórico. Hasta mediados del siglo XX, en las calles las mujeres lucían un estricto luto cubriendo sus rostros con una mantilla negra de encajes y los hombres vestidos de traje oscuro.

Una de las tradiciones que se ha perdido en Lima es la escenificación de la última cena. Hasta inicios del siglo XIX no había una iglesia por pobre que fuera que no luciese una representación de la Santa Cena con los doce apóstoles. La nota criolla la ponía el ají que iba en la boca de Judas, representando su traición. Esta visita era el prólogo obligado a la noche del beso y los treinta denarios.

A inicios del siglo XX se retomará la moda de escenificar fabulosos artificios de luces que preparaba cada iglesia para resaltar la urna del Santísimo. En Lima las primeras noticias de la puesta en escena de esta alegoría datan del  siglo XVII. Incluso Pancho Fierro nos ha dejado una acuarela de un sacerdote limosnero que recorría las calles de Lima pidiendo limosna para la erección del santo monumento.

La Semana Santa limeña desde sus inicios ha sido una de las fiestas principales y de mayor relevancia de la ciudad; llena de ceremonias y rituales exponía su máximo fervor religioso en las procesiones que recorrían sus calles. Las cofradías de la ciudad, que se contaban por centenas hasta inicios del siglo XX, se esforzaban al máximo para cumplir con sus feligreses y darles el mayor espectáculo penitencial.

Con la llegada de la modernidad, las representaciones pasaron a lugares cerrados; el cine y el teatro fueron los nuevos espacios donde se escenificó la Pasión de Cristo.