De los sufijos en política, por Harry Belevan McBride
De los sufijos en política, por Harry Belevan McBride
Harry Belevan-McBride

A propósito de las discusiones congresales en curso sobre la calificación que merece el bolivariano régimen de Venezuela, cabría recordar que hay en nuestro abundante léxico español una voz que aduce a la formación de vocablos mediante sufijos, llamada sufijación –palabra tan disonante al oído cuanto acertada para entender cómo, de tiempo remoto, la ciencia política almacena sus teorías–. Tenemos así el comunismo, el socialismo y el marxismo, pero también el fascismo, el totalitarismo, el anarquismo y el neoliberalismo, hasta llegar al socialismo del siglo XXI, esa parodia ideológica de vacuidad tan circense como efímera, pero que también entra, y por méritos propios, en la baraja de calificativos aplicables a aquel rincón caribeño.

El embrollo de los –ismos, lamentablemente, confunde al punto que la comodidad clasificadora de sufijar conceptos políticos se deforma con el abuso del uso. Así, recordando el quiebre histórico que fue para la humanidad el año 1989, un ilustre ensayista peruano afirmaba hace no tanto que, “según los analistas de derecha… la caída del Muro de Berlín [había sido] el triunfo del capitalismo sobre el socialismo”. Y concluía: “El hundimiento del comunismo se debió a su crisis interna”, lo que debía impulsar un “nuevo socialismo” a partir de “las crisis cíclicas del capitalismo”. 

Más allá del clamor moral universal que derrumbó el muro infame o que el naufragio del comunismo fue debido exclusivamente a su inconcuso dogmatismo, atribuir a cualquier analista, por derechista que sea, el argumento según el cual el capitalismo venció al socialismo es una puerilidad insostenible, razón por la que podría resultar de utilidad registrar rápidamente las confusiones a las que inducen con frecuencia los sufijos. 

Como es sabido, el comunismo y el socialismo son en sí doctrinas políticas, pero tributarias de una directriz ideológica mayor denominada marxismo. En cambio, el capitalismo es apenas un sistema económico que, por más repercusiones sociopolíticas que produzca, no puede triunfar sobre una ideología, ni sus crisis cíclicas inspirar un socialismo de nuevo cuño. Porque el capitalismo es un simple derivado funcional del liberalismo que, al igual que el marxismo, se yergue como proyecto filosófico destinado a vertebrar una concepción abrazadora de la vida comunitaria.

Por lo demás, el neoliberalismo, que tan de moda está difamarlo, es también una teoría ordinal de la sociedad que, aunque afirma la libertad individual absoluta, requiere de un Estado regulador para reconvenir aquello que atente contra ese tan preciado bien común. Por eso el neoliberalismo nace como una suerte de herramienta moderadora de la política, representando una corriente progresista frente a un desenfreno liberal primigenio y, por lo mismo, encarnando irónicamente una antípoda a los agravios con que se lo caricaturiza.

Pero entre todos estos términos hay uno que escapa al tan generalizado sufijo señalado previamente, y que es de una primacía incontestable: la democracia. Simultáneamente doctrina, filosofía, sistema, teoría, método, ideología y régimen, la democracia es la gobernanza más equitativa a la que pueden aspirar los pueblos para asegurar su libre albedrío, libertad suprema de ese ser humano que, si bien cohabita en sociedad, no por eso ha de ceder su individualismo ante cualquier colectivismo, aun si este se recicla disfrazándose de ‘nuevo socialismo’ para el siglo XXI.