"El Congreso de la República no puede prestarse a este juego y es de esperar, en consecuencia, que entre sus propios miembros surjan voces suficientes para impedir este despropósito". (Ilustración: Víctor Sanjinez)
"El Congreso de la República no puede prestarse a este juego y es de esperar, en consecuencia, que entre sus propios miembros surjan voces suficientes para impedir este despropósito". (Ilustración: Víctor Sanjinez)
Walter Albán

En el contexto de los escándalos de corrupción desatados a propósito del denominado Caso Lava Jato y la actuación de las empresas constructoras brasileñas, cuyos contratos con el Estado Peruano, solo entre los años 2004 y el 2015, suman más de US$17.000 millones (informe Pari), el gobierno del presidente Kuczynski, en uso de las facultades delegadas por el Congreso y a través del Decreto Legislativo 1341 de enero de este año, tomó una muy importante decisión al establecer que los conflictos que surgieran entre empresas contratistas y entidades del Estado (que la ley obliga someter a tribunales arbitrales) serían tramitados necesariamente de manera institucional y no bajo la modalidad de los denominados arbitrajes ad hoc. De esta manera, el gobierno prestó atención a una expresa recomendación de la Comisión Presidencial de Integridad que lideró el ex defensor del Pueblo Eduardo Vega y que, conforme a su mandato, entregó al presidente en diciembre del año pasado un conjunto de propuestas que debían ser ejecutadas para atacar frontalmente los graves problemas de corrupción que nos aquejan.

Pues bien, en una decisión ciertamente desconcertante, sin razón aparente y sin que haya tenido lugar un mínimo debate al respecto, en su sesión del 4 de mayo el pleno del Congreso aprobó derogar lo dispuesto por el Ejecutivo y volver a abrir la posibilidad de que las diferentes instituciones del Estado puedan acudir al arbitraje ad hoc. La diferencia es simple, el arbitraje institucional supone acudir a los servicios arbitrales de organizaciones privadas especializadas, que compiten en el mercado en función de los estándares de eficiencia, calidad y apego a reglas éticas, cuyos alcances pueden advertirse en los reglamentos y códigos que regulan su actuación, manteniendo además un registro ordenado de estos procesos. Desde luego, no todas las instituciones arbitrales guardan los mismos estándares o son igual de rigurosas, pero, en todos los casos, las posibilidades de evaluar esa actuación son mucho más accesibles que en el modelo alternativo.

En efecto, los arbitrajes ad hoc, más allá de la formalidad de su instalación al inicio del proceso, no guardan mayor obligación que la de entregar copia de su resolución final (el laudo arbitral) al organismo público supervisor (OSCE). En definitiva, es evidente que el procedimiento ad hoc resulta a todas luces opaco y muy difícil de controlar. Por eso no sorprende que, en uno de los pocos estudios realizados al respecto, la Contraloría General de la República constatara que las entidades del Estado acudían en su gran mayoría a los arbitrajes ad hoc (más del 62%) y que de ellos, el Estado resultaba perdiendo más del 70% de las controversias, originando una enorme pérdida de recursos al erario nacional.

Por su parte, un informe de IDL Reporteros de diciembre último arrojó fuertes indicios de la existencia de mafias de profesionales dedicados a este negocio. Por esa razón, no se puede soslayar lo que viene ocurriendo en el Congreso ahora. No solamente se trata de la anotada derogatoria que subrepticiamente ha sido aprobada hace poco, sino además de otro proyecto de ley que se viene impulsando en la Comisión de Justicia, por el que se impediría que las instituciones arbitrales puedan establecer exigencias y filtros más rigurosos para evitar que accedan a sus servicios profesionales de escasa credibilidad o idoneidad.

El arbitraje ofrece sin duda la posibilidad de resolver los conflictos de una manera más eficiente a la que brinda el sistema judicial ordinario, que arrastra los consabidos problemas de congestión de causas, demora de los procesos o corrupción, generando enorme desconfianza ciudadana en el mismo. Pero los riesgos de deslegitimarlo y atentar contra sus objetivas ventajas, sin embargo, no solamente son potenciales, sino que se verifica que ello viene ya ocurriendo. El Congreso de la República no puede prestarse a este juego y es de esperar, en consecuencia, que entre sus propios miembros surjan voces suficientes para impedir este despropósito.