El agua y otros derechos invisibles, por Diego Macera
El agua y otros derechos invisibles, por Diego Macera
Diego Macera

Quizá no haya frase en economía más peligrosa que decir que algo es “de todos”. A pesar de su obvio atractivo –¿a quién no le gusta sentirse dueño, aunque sea de un poquito?–, muchas veces lo que la expresión en realidad implica es responsabilidad diluida y falta de incentivos para cuidar o mejorar las cosas. Sucede con los baños públicos, sucede cuando lavar los platos en casa es “tarea de todos”, sucede en las compañías públicas. En otras palabras, lo que es “de todos” en realidad es de nadie.

Algo parecido pasa a veces cuando se dice que el Estado debe proteger ciertos derechos fundamentales para hacerlos “universalizables” a través de su regulación. Un claro ejemplo es el caso del agua. Al ritmo del “agua no se vende, el agua se defiende”, ocho millones de peruanos carecen hoy de agua corriente. Para “proteger el derecho al agua” de los intereses del lucro, la regulación del sector hace muy difícil la participación privada y otorga el monopolio de la distribución en zonas urbanas a empresas públicas sin capacidad para invertir ni gestionar. Es cierto que la actual administración ha empezado a tomar cartas en el asunto, pero son apenas gotas en un océano de ineficiencia. 

Uno de los problemas de fondo en este caso es que, en consonancia con algunas voces antimercado, el artículo 2 de la Ley de Recursos Hídricos establece que “no hay propiedad privada sobre el agua”. En consecuencia, casi no hay comercio privado de agua ni manera de asegurar que quien realmente valora más el recurso lo reciba, no hay precios que orienten a la oferta y la demanda en momentos de escasez, no hay incentivos para ser responsables con su uso y no hay inversión. Como es de todos, en realidad no es de nadie.

El empleo es otro de aquellos “derechos” que, por mucho garantizarlos desde el Estado, se terminan extinguiendo. El sinfín de regulaciones, sobrecostos y exigencias a la contratación y operación formal explican que mucho más de la mitad de la PEA sea hoy informal. En su afán por proteger a los trabajadores del despido, los fallos del Tribunal Constitucional han impedido que se abran nuevos puestos de trabajo. Los empleadores que se arriesgan a emitir contratos a plazo indeterminado saben que se enfrentan a la novena legislación más rígida del mundo en caso decidan luego separar al trabajador. Paradójicamente, la regulación del trabajo mata al mismo derecho que quería proteger.

Otra: el Decreto Legislativo 1198 permitía a privados invertir y gestionar patrimonio arqueológico sin comprometer la intangibilidad, inalienabilidad ni imprescriptibilidad de los sitios. La idea era poner en valor, restaurar y conservar los bienes. Sin embargo, como se recuerda, ese decreto legislativo fue derogado por el Congreso para proteger el “derecho público al patrimonio cultural”. Un año después de la derogatoria, la mayoría de los 20.000 sitios arqueológicos del país siguen en estado de abandono, sujetos a invasiones y huaqueros. Como en los otros casos, la supuesta protección del bien común es lo que explica su deterioro. Y como estos hay varios ejemplos más. 

“Bueno, si es así, mejor privaticemos todo y anulemos las regulaciones”, criticarían algunos. Pero tampoco se trata de eso. Se trata, más bien, de tener estructuras institucionales con los incentivos adecuados para que se produzcan y se conserven –de verdad– los bienes y servicios que la ciudadanía merece. Los derechos no deben existir solo en el papel o en la plaza pública. Todo lo demás es demagogia de los que protegen derechos invisibles para millones de peruanos.